El Dúo de la Africana, zarzuela elegida esta vez por la AGAO, está un tanto lastrada por la escasa música que tiene, y porque su comicidad -quizás, escandalosamente adúltera para la época- hoy, francamente, al menos para mí, no tiene tanta gracia. La parte musical, así, es rellanada -en este caso con la excusa de audiciones de cantantes-, con un recital donde cabe de todo; y la parte más cómica, se va salvando, no tanto por el libreto, sino por el reparto -cantantes o no- que, se lucen en todo lo referente a la actuación teatral. En ambos apartados, brilló, con luz propia, el coro, que, no digo que salvara la función, pero sí que aportó empaque, vistosidad y calidad musical en todas sus actuaciones. Mención aparte, la actuación de Itxaso Loinaz, como artista invitada.

La zarzuela tiene dos puntas musicales: el trabalenguas del coro inicial, impecablemente pronunciado y cantado, con espléndido color en mujeres y hombres por separado, y luego, en conjunto; y el famoso No cantes más La Africana, que cierra la obra, en el que el tenor Facundo Muñoz -de voz y físico apropiado para el personaje-, asomó buenas maneras -al entonar la Donna e mobile, por ejemplo-, pero del que, precisamente por su escaso rol cantado, no se puede decir mucho más; y la soprano Carmen Aparicio, desplegó tablas, fraseo y experiencia, aunque la voz asoma algo de vibrato, y no me pareció muy apropiada para su rol.

La parte musical extra, también vino subrayada por el luminoso coro de la AGAO, en un trepidante fragmento del Barberillo de Lavapiés -muy bien dirigido por el titular del coro, Casalí, al que cedió la batuta el de la función, Irastorza-; y un guerrero -como debe ser- Si las mujeres mandasen de Gigantes y Cabezudos, con Carmen Aparicio al frente. En cuanto a la artista invitada, Itxaso Loinaz, a mi juicio, su cumbre estuvo en La Casta Diva de la Norma de Bellini, interpretada -y escuchada por el público- con verdadera reverencia, y muy bien acompañada por la orquesta, y su solo de flauta. La voz de Loinaz, en este caso, me ha despistado un poco: son magníficos esos filados en la parte aguda; pero el color no arranca con homogeneidad desde lo más grave, quizás un poco oscuro, lo que no quita para que esa divina página de Bellini, nos emocionara. Correcta la romanza de Nací en la calle de la Paloma, de Barbieri, aunque algo fluctuante la voz al comienzo. El aria Je veux vivre del Romeo y Julieta de Gounod, con ese agudo final tan arriesgado, mejor, no bailarla. En todo caso, se llevó la gran ovación de la tarde, y, desde luego, mostró grandes facultades, que, perfiladas en homogeneidad y escena, se engrandecerán.

Hay que señalar el magnífico vestuario, clásico y muy bien lucido por el coro. La correcta luminotecnia. Y el movimiento de los actores. Eso sí, lo más acertado y mejor traído a esta zarzuela tan mestiza de músicas, fue, sin duda, la conclusión final, un poco pesimista: cuando la madre -de rotunda autoridad- se lleva al tenor, ya no se cantará la ópera La Africana, de Meyerbeer, por lo que toda la compañía se va a cantar -pertrechada de máscaras y plumas-, El Rey León, el musical, verdadera ópera y zarzuela de nuestro tiempo.