l siglo XVIII pilló a España lamiéndose las heridas de un Imperio de cartón piedra y a Francia en un mar de tensiones sociales provocadas por las clases burguesas ansiosas de poder político. A estas alturas, el sur vasco parece como más resignado; en Iparralde, por contra, se suceden las revueltas anticentralistas por vía de las cargas fiscales no aceptadas. Llegó en el norte la convocatoria de Estados Generales (1789), y las tres unidades políticas de Euskal Herria exigieron una representación independiente para cada una de ellas. Las asambleas de los tres herrialdes presentaron sus cuadernos de quejas y agravios en los que se hace patente la reclamación de su antigua soberanía, hasta tal punto que los representantes de Nafarroa Behera amenazan con la secesión.

El 14 de julio de 1789, la toma de La Bastilla fue detonante de una Revolución que adquirió por momentos derroteros violentos. Las necesidades del nuevo Estado francés, rodeado de potencias beligerantes, hacían necesario el reclutamiento masivo para la formación del Ejército. La deserción de cuarenta y siete jóvenes de Itxaso supuso uno de los episodios más dramáticos de aquella llamada Revolución a cuyos prohombres no les tembló la mano en la deportación de las poblaciones de Sara, Azkaine, Itxaso, Ezpeleta, Ainhoa y Souraide a Las Landas.

La Revolución Francesa, al margen de su carga epopéyica e iconoclasta, prestó flaco favor a las libertades vascas. Lo que, al menos, quedó claro fue el incontenible espíritu insurgente de los pobladores de los tres herrialdes; en ningún momento flaquearon a la hora de defender sus derechos históricos, y sólo la razón de la fuerza —una vez más— logró mitigar, que no apagar, esa defensa. Como símbolo quedó ese 80% de deserciones entre los jóvenes en edad militar del departamento de los Bajos Pirineos que todavía a principios del siglo XIX era un quebradero de cabeza para las ordenanzas centralistas.