Todos hemos hecho cosas horribles. Todos hacemos cosas horribles y vamos a seguir haciéndolas, es inevitable. Es una maldición. La vida no se cansa nunca de brindarte ocasiones. La vida es una corruptora de menores, la vida es una diabla cáustica que juega a confundir.

Por suerte, siempre he tenido un instinto especial para apartarme de las élites y de la gente de éxito. Y para apartarme de los elegidos de los dioses. Y para apartarme de los campeones invictos en mil campeonatos. Y para apartarme de todos esos que se felicitan a sí mismos por saber cómo aprovechar las ocasiones y sacar el máximo partido a las prerrogativas, las disyuntivas interesantes y los resquicios del momento.

Detesto sincerarme (y tampoco me gustaría ofender inútilmente a nadie), pero siempre he andado entre infelices, esa es la triste verdad. Siempre entre candorosos. Siempre entre perdedores conformes con su suerte. Y no es que lo considere una casualidad más o menos desafortunada, diosmío, no. Soy consciente (hiperconsciente, más bien) de que poseo cierto talento en ese campo.

Pero no me angustio por ello. No solo no me angustio, no solo no lo lamento en absoluto, sino que en el fondo lo estimo como mi atributo especial. Mi único don: el genio que me define y un adorno de mi persona. Vamos a ver, yo ya no siento la menor ansiedad por demostrarle nada a nadie. Yo ya he terminado, en ese aspecto. Terminé hace mucho tiempo. Demasiado, probablemente. Pero esa ha sido mi paz, no sé si me explico. Desde luego, me gustaría expresarme con más claridad. Y por supuesto, pensar y escribir con más claridad, pero probablemente tampoco serviría de nada.

Aunque dejemos eso ahora. Estamos en diciembre y ha empezado a hacer frío de verdad. Sobre todo por las mañanas. En las horas tempranas. El viento se cuela por las rendijas y es entonces, en ese confuso momento de vulnerabilidad emocional previo al amanecer, cuando más fácilmente nos asalta aquello que el buen Savonarola denominaba el Trance de vacilación metafísica. Ya me entendéis: ese instante de espanto y soledad en el que cierras los ojos y te achantas bajo la manta como un neanderthal sobrecogido en su cueva primigenia (sé que sabéis de qué hablo por más que frunzáis el ceño astutamente), ese instante en el que te acurrucas bajo la manta y doblas las rodillas como un oso cavernario en el largo invierno hiperbóreo. O como un insignificante roedor en su apestosa madriguera. Te recoges y retraes el mentón, y te llevas la mano a los testículos pensando que vas a morir y que no eres nada y que ya nunca amanecerá, o aunque amanezca, que ya nunca lo hará como lo hacía antes.

Ah, pero luego amanece, ¿no es cierto, pequeño salvaje ingenuo y miserable, polimorfo y perverso? El sol está de nuevo ahí, bendito sea. Bendito sea el sol una y mil veces. Aunque solo sea este sol macilento y encogido de hombros de diciembre, qué más da.

Teodoro Sarasqueta era único: altísimo, pelirrojo, con barba. Era un artista, había nacido en Bilbao, en 1906. No era un soldado ni nada parecido. Tampoco era un obrero. No había trabajado nunca en nada. ¿Trabajar? Era músico (al menos, eso era lo que se decía en la familia). "Muy atractivo, sonriente, parecía un cowboy de ojos azules", eso era lo que contaban mi madre y mi abuela cuando hablaban de él. Le vi en persona una única vez: poco antes de su muerte, en Bilbao. En la casa familiar de la calle Ledesma, junto a los jardines de Albia. Tenía seis dedos. Sus amigos le llamaban así, Seisdedos. Tenía dos pulgares finos, dos pulgares perfectos en cada mano. Y podía moverlos sin problemas e incluso hacer la pinza con ellos. Yo era un niño y recuerdo que me pellizcó los carrillos para demostrármelo. Murió en el verano de 1968, así que yo tendría ocho años (o estaría a punto de cumplirlos) cuando eso ocurrió.

Archanco y él llegaron a París en el otoño del 37. Ni ingenuos ni heroicos, aunque sí mugrientos y con hambre atrasada. Se presentaron en una dirección de la Rue du Bac que les habían dado unos milicianos catalanes, Villa Glori, una especie de hotelito que resultó ser un burdel barato o, mejor dicho, un prostíbulo acogedor, con rameras amables de todas las edades alrededor de una estufa de leña: ruidosas, displicentes, envueltas en una nube cálida de humo, perfumes y sudores mezclados. Se quedaron allí.

-Un hotelito plagado de chinches -dijo en cierta ocasión.

Al principio, solo tenían un cubil sin ventana y una sola cama para los dos: dormían por turnos, fueron años muy duros, tiempos terribles. En la calle sonaba un cornetín a cualquier hora. Ellos se consideraban anarquistas y se supone que lo eran, al menos en la medida en que basta con decirlo para serlo, pero sobre todo eran bandidos, unos auténticos delincuentes, poseían armas de fuego y sabían usarlas: aprendieron bien el oficio.

-de todo. Robaban comida, obras de arte, asaltaban pequeñas oficinas de banco, desvalijaban pisos, eran ladrones -dijo el Maestro.

-Entiendo -dije yo.

-Profesionales -apostilló.

En definitiva, eran competentes, nunca mataron a nadie, nunca les atraparon. Tenían un discurso bien elaborado: necesitaban fondos para la causa revolucionaria, esa era su justificación. No en vano Archanco sabía griego y latín, había estudiado en el seminario de Pamplona hasta los quince años y había leído a San Juan de la Cruz y al Padre Coloma. Unos delincuentes bastante cultivados dadas las circunstancias.

En poco tiempo, el Tío Teo conoció a todas las putas de Villa Glori y se enamoró de la más jovencita, una niña rubia llamada Natalie, Natalie Garnier, hija de un zapatero de Montreuil, Jean Garnier, subversivo y librepensador, como todo buen zapatero. Natalie tenía charme, tenía conciencia y refinamiento (lo que, según Marcial, no es bueno en una puta).

-Quería casarse y ser burguesa -aseguraba el Maestro. ¡Qué candor de otros tiempos!

Pero ahora no me va a quedar otro remedio que cambiar de tema e introducir un poco de sexo explícito en el relato. Vamos a ver, no es que esté deseándolo. No es que me muera por hacerlo, creedme. Pero es aconsejable. Lo siento. Sobre todo desde el punto de vista de la amenidad narrativa. A los editores les encanta. El sexo explícito es un incentivo, funciona como factor equilibrador, aporta variedad e infunde chispa a la historia. En especial cuando la historia está sobrecargada de reflexiones de índole filosófica, como podría ser el caso. Así pues, vamos a ello.

Bien, hay algunas mujeres de cierta edad que al andar, tanto por la calle como en recepciones públicas, cócteles o fiestas de carácter privado, estiran el espinazo desde la zona lumbar hasta la última de las vértebras cervicales como si a mitad del pecho se hubieran instalado un pequeño mostrador sobre el que acabaran de posar una rebosante copa de martini (con sus dos cubitos de hielo, su aceituna y su rodaja de limón) y estuvieran más o menos impacientemente buscando a alguien muy, muy especial a quien ofrecérsela con una bonita sonrisa (significativa, desde luego). Todos sabéis de qué hablo. Pues bien, Vivian Diamond era una de esas. ¿Qué iba a hacer yo? Estaba indefenso, no podía hacer nada. Además, soy incapaz de negarme a un vermut. Sobre todo si me lo ofrecen con amabilidad. ¿Alguna vez he sido víctima de la amabilidad de las mujeres? Me temo que sí. Muchas. ¿Cuántas? Incontables, creo. Pero nunca me he quejado. Nunca he protestado. Al menos, en voz alta. ¿Acaso alguien ha percibido en mi voz el más ligero tono quejumbroso? Espero que no, no soporto a los gemebundos. Cada cual arrastra lo suyo, eso es lo que creo. Pero a lo que iba: serían ya las diez de la mañana. Puede que las once. Yo todavía estaba en la cama, había pasado una noche intranquila. Por lo que fuera. Motivos nunca faltan. Entonces oí algo que me despertó, quizá una respiración agitada o algo así. Abrí los ojos y allí estaba: la impaciente Vivian de avieso perfil. Sentada en la silla. Semidesnuda. Mirándome con ojos entornados y como abducida por una excitación viscosa. Menuda aparición. Las piernas largas y separadas, las caderas opulentas, con su lencería de vampiresa cómica, las medias puestas, los tacones también. Muy maquillada: pestañas postizas, uñas esmaltadas, anillos en los dedos, un collar de perlas negras, yo qué sé.

-¡Oh, qué sorpresa, Mrs. Diamond! -exclamé al verla.

Pero ella solo respondió con un lento parpadeo. Aterrador, naturalmente.