Cargar contra las galas de cine más que una manía es un deporte que se practica con insistencia. Siguiendo esta tradición, diré que la gala de los Oscar siempre ha sido mejorable y a la del domingo se le puede dar la vuelta entera para hacerla mejor. Se hizo sin un presentador oficial que tomase las rienda del espectáculo; nadie que pusiera un poco de criterio a la hora de que la gente fuera subiendo al escenario. Miro el cuaderno de los notas y apenas un par de frases con un poco de enjundia. La de Lady Gaga que hablaba de poner disciplina y pasión a los sueños, vamos nada que no dijera ya la profe de danza en Fama. Y Javier Bardem, que parecía mirarle a los ojos a Trump: “No hay fronteras ni muros que frenen el ingenio y el talento”. Y lo dijo antes de anunciar el premio a Alfonso Cuarón como mejor director del filme Roma. Una producción que ha llegado hasta allí de la mano de Netflix, uno de los rivales más duros a los que el cine se enfrenta, según predicen unos o una plataforma cinematográfica necesaria, según piensan otros. Y aunque el momento estelar de la gala no se vio por eso de que la realización juega con ventaja de tenerlo todo unos segundos antes, enseguida todo el mundo supo que Rami Malek, el ganador del Oscar al mejor actor por su interpretación de Freddie Mercury en Bohemian Rhapsdy, se dio una hostia estelar en el hueco del escenario del Dolby Theatre que le obligo incluso a soltar la estatuilla que llevaba firmemente. Fue atendido por los servicios médicos y pudo seguir la ceremonia, por cierto, la más corta de los últimos años. La ABC que la emitía está empeñada en que no dure más de tres horas. Parece razonable. Lo que tiene que tener todo el mundo claro es que, en el futuro y aunque dure menos tiempo, seguiremos practicando este deporte de meternos con las galas. Toda una costumbre irrenunciable para millones de cinéfilos que hay que mantener viva en cualquier parte del mundo o del muro donde nos encontremos.