Después de toda una vida viendo finales de concursos en los que se premia el talento, uno se pregunta a dónde van a parar tantos artistas potenciales porque ya sabemos que para esos momentos de incalculable felicidad no hacen falta ni desagües ni extractores porque ellos mismos se difuminan sin dejar rastro. “Una vez que se apagan los focos uno siente un vacío” es lo que confesó Andrés Martín, que ganó la semana pasado la sexta edición de La Voz, lo que se conoce como talent show que es lo que ahora más se estila en la televisión. Antes, Andrés cantaba en las estaciones de metro de Madrid y tras palpar la fama, no tiene claro si su futuro estará ahí o grabando un disco que lo lleve a llenar las salas de conciertos. Ayer mismo Telecinco programó Got Talent y el viernes pasado Boris Izaguirre presentaba las semifinales de danza, música y canto de Prodigios. Los talentos televisivos son un agravio comparativo con el resto de los que llevan su formación y su evolución en el silencio del trabajo diario. ¿Qué mueve a alguien a exponer sus habilidades en público? Los más tímidos creemos que tiene que ser una especie de masoquismo. ¿O será una manera de crecer interiormente mientras se exponen a la crítica y al aplauso? Aprendices de actores, cantantes y bailarines que asoman y se animan a mostrar sus habilidades antes incluso de haberlas fijado. La televisión sabe que detrás de este atrevimiento infantil suele tener un tirón espectacular en el público televisivo. Es muy difícil no sentir empatía con esos chicos y chicas que demuestran una pasión sin límites por su oficio y también por dejarse impregnar de competición. Hay toda una hermosa épica en estos concursos cuando los que despachados asumen su derrota y son abrazados por sus competidores. La fórmula la están usando tanto que la épica ya la han convertido en cansina repetición. Y repetirse es el peor síntoma en la vida y también en televisión.