pamplona. Reconoce que lo suyo son las montañas, que se encuentra más a gusto colgado de una pared que sobre una cometa en el Polo Sur, pero es imposible que una experiencia como la que acaba de vivir en la Antártida junto al guipuzcoano Alberto Iñurrategi y el vitoriano Juan Vallejo no le deje marcado para siempre. Tiene buen aspecto y acude a la entrevista con su hijo Martín, que a sus siete años demuestra tener bastantes conocimientos sobre la emocionante actividad que desarrolla su padre.

¿Cuál es el recuerdo que tiene más presente de su reciente aventura por la Antártida?

La verdad es que lo tengo bastante olvidado porque he entrado en la típica vorágine cuando regreso a casa después de tanto tiempo. Hay que hacer un montón de cosas y no llegas. A veces estresa un poco. Por eso digo que lo tengo casi olvidado, que tengo que hacer un esfuerzo para recordarlo.

¿Es posible estresarse en una expedición como la que llevó a cabo junto a Alberto y Juan?

Allí el estrés desaparece y todas tus energías se canalizan en el objetivo.

¿Se dejó muchas cosas pendientes antes de emprender viaje?

Sí. Normalmente vivo más tranquilo, pero llevo mes y medio que no paro. Estoy con el curso de guías, con un montón de trabajos por hacer y acabo de coger la dirección del equipo nacional de alpinismo. Hay que arrancar con eso: con las pruebas de selección, preparar las concentraciones, esponsores y un montón de cosas. Por si fuera poco, veo el hielo desde la puerta de mi casa y me gustaría ir a escalar, pero no me da para todo, necesito más minutos.

¿Tan mal lo pasó que le cuesta recordarlo?

No es eso, pero cuando echo la vista atrás me doy cuenta de que hemos sufrido bastante en la Antártida.

¿Qué fue peor: el frío o los 55 días de expedición?

Es algo global. El medio es muy hostil y siempre vas a sufrir allí. Fueron muchos días seguidos, mucha actividad física, falta de descanso y al final el medio hace que se conviertan en experiencias muy duras.

¿Resultó ser más complicado de lo que se imaginaba en un principio?

Diría que sí, principalmente porque la superficie que nos encontramos era mucho peor de lo que nos habíamos imaginado. De hecho, si llegamos a saber que la superficie de la Antártida es tan irregular, tan llena de sastrugis, no nos hubiéramos planteado hacer la expedición.

¿Se refiere a lo difícil que les resultó hacer uso de los cometas?

En Groenlandia ya nos resultó duro, sobre todo por los desniveles, aunque tenía una superficie para deslizar relativamente buena, pero en la Antártida era penosa para esquiar. Todavía estoy sorprendido de que no nos hubiera pasado nada, de que no nos hayamos roto una pierna o sufrido un accidente. Hubo momentos, días de mucha tensión con la cometa a mucha velocidad y tirando fuerte, con baches que si te caes sabes que te vas a hacer daño. Eran muchas horas y las piernas al final no respondían.

¿El accidente del trineo de Juan Vallejo, que cayó por una grieta, fue tal vez el momento más peligroso de toda la expedición?

Fue un pequeño o gran susto. Fue una escapada porque Juan estuvo a punto de caerse por la grieta. Cayó el trineo porque lo cortamos. Él en realidad estaba entre los dos labios de una grieta, con la cabeza y los codos en un lado, las piernas en el otro, con el culo en el aire y el trineo de 160 kilos colgando de su arnés. Tenía la navaja en un mosquetón colgado de su arnés, pero no podía mover el brazo porque se desequilibraba. Fue una cuestión de segundos, Alberto reaccionó rápido, le cortó las cuerdas y el trineo se precipitó unos 30 metros.

Menos mal que pudieron seguir utilizándolo.

Cuando vi que se caía pensé que se había acabado todo. Con dos trineos no lo hubiéramos podido hacer. Afortunadamente no se rompió, solo se rajó y pudimos sacar todo y seguir la travesía.

¿Cómo era la rutina de un día cualquiera?

Nos despertábamos sobre las cinco. Necesitábamos dos horas para preparar el desayuno, vestirnos, desmontar el campamento, montar las cometas y arrancar. Estábamos en marcha desde las siete hasta las cuatro o cinco de la tarde, en función del viento. Luego, vuelta a poner el campamento, a deshacer nieve para la cena y descansar.

¿Cómo era su logística?

Cada día cocinaba uno. Era algo riguroso y, mientras tanto, los otros hacían labores de mantenimiento, estar con el ordenador para mandar los datos sobre el día o poner las placas solares.

¿Y la cuestión del aseo personal?

No existía. Pasa a un segundo plano. Llevábamos unas toallitas de bebé, pero estaban permanentemente congeladas. Algún día descongelamos algunas y las usábamos para limpiarnos un poco. Es lo que hay.

¿Con el afeitado sucedía igual?

Igual. Algún día sí que con la tijera nos cortamos algún pelo porque al final se metían en la boca y resultaba un poco desagradable, pero la barba también protege del viento. Era muy frío y con la velocidad de los cometas y los esquíes, existía el riesgo, si el viento pegaba de lado, de poder congelarte la cara o la nariz.

¿El viento fue el principal condicionante durante la expedición?

Elegimos la ruta por tres razones. Una era que no se había hecho todavía; la segunda vino marcada por la logística, ya que no podíamos empezar en cualquier sitio y necesitamos una base a la que poder acceder por avión o en barco. Y la tercera razón fueron los vientos dominantes, ya que vimos que con esos vientos era posible hacer la travesía.

¿Tuvo tiempo de acordarse de lo que tuvieron que pasar hace cien años el noruego Roald Amundsen y el británico Robert Scott, los primeros exploradores en llegar al Polo Sur?

Era algo de lo que hablábamos a menudo. Nos habíamos leído antes los libros clásicos sobre los dos y estando allí, con las dificultades que estábamos atravesando, te puedes hacer mejor la idea de lo que tuvieron que padecer. No tiene nada que ver con lo que hicimos nosotros. Sus aventuras son inigualables, ya que hay que tener en cuenta que fue hace 100 años, que salieron de Noruega o Inglaterra en barco, ir hasta allí, esperar a que te atrape el hielo y comenzar la travesía en primavera. Ellos no tenían ninguna posibilidad de rescate y nosotros sí, y sus aventuras eran mucho más comprometidas que las nuestras.

¿Eran superhombres, dadas las limitaciones de su aventura?

No (con rotundidad). Los superhombres no existen, lo que sucede es que tenían una motivación extraordinaria y un gran espíritu aventurero. Ellos echaron mano de todos los recursos que tenían a su alcance, como perros, ponis y también velas. Nuestro fin era más deportivo, nos interesaba más cómo hacer la travesía que la travesía en sí misma. Queríamos hacerla en autonomía y con un estilo limpio.

¿Prefiere a Amundsen o a Scott?

(Se lo piensa) Quizá Amundsen, hizo mejor las cosas y tenía más experiencia que Scott en el tema polar solo por haber vivido en Noruega. Creo que acertó con su liderazgo y en su planteamiento.

¿Eran duras las noches?

No había noches, pero descansando dentro del saco eran las horas más placenteras del día. Teníamos luz las 24 horas porque el sol da la vuelta. Tenía su importancia, porque según el lado de la tienda en la que tocaba dormir pasabas frío o calor. Había una diferencia de temperatura de 15 o 16 grados entre dormir en un lado o en el otro.

¿También se repartían ese lugar privilegiado en la tienda?

Sí (se ríe). Normalmente orientábamos la tienda en la misma posición porque los vientos eran continuos y nos rotamos para dormir.

¿El que dormía en medio no tendría más ventajas?

No. El que más calentito pasaba la noche era el que estaba en el lado que daba el sol. Ahí se ponía la ropa para secar y en el otro lado no había más que escarcha.

¿No se le hizo difícil esa convivencia tan cercana?

Esa parte no especialmente porque teníamos la experiencia previa de Groenlandia y sabíamos lo qué era vivir en una tienda muchos días seguidos y sin ver a nadie. Tanto Juan como Alberto me lo han puesto muy fácil. Esa parte la hemos pasado con nota y hemos venido más amigos de lo que fuimos.

No me creo que no salieran las rarezas que cada un guarda dentro.

Claro que las hubo. Tuvimos nuestros días, nuestras rarezas, pero también aprendes más a conocerte. Cada uno tiene que dar lo mejor de sí para que la convivencia fluya y haya armonía pensando en el objetivo.

¿Ha descubierto algo nuevo de sí mismo en estos 55 días?

No (se ríe). No ha habido sorpresas, todos nos conocemos bien y todos tenemos nuestros puntos débiles y fuertes.

¿Es tan diferente como parece la Antártida con un 'ochomil'?

Sí, comenzando por la verticalidad, pero también el compromiso es mucho mayor en el alpinismo que en estas travesías. Hay situaciones en las que el alpinista debe medir el riesgo, cada paso. En la Antártida el nivel de riesgo era más bajo, pero muy continuo.

Y el frío, ¿era peor en el Polo Sur?

Había que pasar muchas horas fuera de la tienda y sobre todo al principio pasamos mucho, mucho frío. Al inicio tuvimos durante 10 días temperaturas que nunca superaban los -35º bajo cero, con mínimas que llegaban a -45º, y eso no lo había pasado en ninguna expedición en montaña.

El cuidado tuvo que ser máximo.

Sí, sobre todo en las maniobras. Alberto tuvo un día un problema con la cometa, se quitó dos minutos el guante y enseguida se le puso una uña negra. En los días de mucho frío el cuidado era extremo, luego ya comenzamos a perder altitud y se suavizaron las temperaturas.

¿Qué hacían cuando las tormentas impedían continuar la travesía?

Nunca estuvimos más de tres días bloqueados. En dos ocasiones tuvimos que estar dos días y puedo decir que fue de las fases más duras. Tantas horas en una tienda, con tan poco espacio y sin poder moverte... Hay que echar mano de los libros. El primer día viene bien para descansar del esfuerzo acumulado, pero al segundo te empiezas a poner bastante nervioso.

¿No se llevaron algo más lúdico para poder pasar esos ratos?

No y la verdad es que lo echamos en falta. Fue una de las cosas que descuidamos. Unas cartas nos hubieran venido bien.

¿Y los recuerdos familiares?

Claro, sobre todo en las Navidades. Hacía mucho tiempo que no las pasaba fuera de casa. Se me hizo bastante cuesta arriba, pero era un peaje que teníamos que pagar. Fue más duro de lo que me imaginaba, la verdad. Era gracioso porque hacíamos una llamada semanal a casa. Nos colocábamos los tres, hablábamos con nuestros respectivos seres queridos y luego nos quedábamos callados durante más de media hora.

¿En esos momentos tan personales no se preguntaban qué estaban haciendo allí?

Sí, aunque se nos pasaba al rato, pero sí teníamos ganas de terminar. Eran muchos días seguidos, 55, y al acabar sentimos alivio por no tener que continuar al día siguiente.

¿Cómo llevaban el aspecto nutricional?

Bien, nos ayudó un médico nutricionista. Era una dieta muy normal, para no cansar, a base de raciones de pasta y arroz. Ingeríamos bastante cantidad y al día nos metíamos por persona entre 4.500 y 5.000 calorías. Teníamos las raciones preparadas para 70 días y en cada ración había desayuno, comida y cena. Hemos perdido unos cuatro o cinco kilogramos.

¿Cómo definiría el Polo Sur?

Un horizonte infinito de hielo.

¿Qué sensaciones le ha dejado el uso de las cometas?

El cursillo lo dimos en Noruega, con cinco días para aprender su uso y con eso nos fuimos a Groenlandia. Allí, después de 2.200 kilómetros, ya aprendimos a utilizarlas (se ríe). En el Polo teníamos cuatro tipos diferentes y en función de las previsiones usábamos una u otra. Había días que teníamos que cambiarlas cuatro o cinco veces, en función del terreno y de la visibilidad. Llegamos a alcanzar hasta 45 kilómetros por hora, pero lo habitual era que fuéramos a 15 ó 20 km/h. Creo que su uso se va a popularizar más a partir de ahora.

¿Qué le queda ahora del polarismo?

Se pueden hace más cosas, más arriesgadas, sobre todo en el Ártico, pero mi idea es volver a las montañas. Yo estoy mejor en la montaña, es mi medio y lo que he hecho toda mi vida. Ha sido una experiencia increíble, pero a corto plazo no creo que repita.