Hace unas semanas recibí un mensaje de correo electrónico proveniente de un instituto de investigaciones económicas británico, Legatum Institute. El motivo era solicitar mi colaboración en un estudio sobre cómo medir el indicador de calidad económica que se utilizaba para la construcción del índice de prosperidad. Este número índice se calcula para 149 países y en la edición más reciente (2018) el ranking lo encabeza Noruega seguida de Nueva Zelanda y Finlandia. España está en la posición número 25, justo por detrás de Portugal y por delante de Estonia.

En la actualidad, el Prosperity Index obtiene el indicador de la calidad económica de un país utilizando los datos de dos variables: la renta per cápita y el valor numérico de la escalera de Cantril. El primero seguramente todos lo conocéis y el segundo se obtiene de la información recabada en la encuesta telefónica Gallup World Poll, efectuada a aproximadamente mil ciudadanos elegidos aleatoriamente en cada país. Entre otras muchas cosas, la encuesta Gallup incluye una pregunta en la que se pide imaginar una escalera cuyos escalones se numeran del 0 en la parte más baja al 10 en la parte más alta. La parte baja representa la peor vida que se pudiera llegar a tener y la parte alta la mejor vida. A continuación se pregunta en qué escalón de la escalera cree el ciudadano que se encuentra a día de hoy. El promedio de las respuestas recogidas a los ciudadanos determina el valor numérico que se le asigna al país en la escalera de Cantril. Este es un ejemplo de medir el bienestar (entendido como la felicidad o la satisfacción) a través de opiniones individuales y subjetivas. Hay economistas que consideran necesario incorporar esta información, mientras que otros son reacios a hacerlo tanto por las dudas que plantea la subjetividad a la hora de expresar opiniones como por las dificultades para obtener respuestas fiables y comparables entre sí.

La paradoja de Easterlin alimenta estas dudas sobre la subjetividad a la hora de medir el bienestar. En un trabajo empírico publicado en 1974, el economista Richard Easterlin mostró evidencia de que el nivel de felicidad promedio en EEUU no había aumentado como consecuencia del crecimiento económico. A partir de entonces se publicaron varios artículos en los que se argumentaba la existencia de un punto de saturación de renta a partir del cual no se llega a aumentar la felicidad (por ejemplo, el artículo publicado por los economistas Bruno Frey y Alois Stutzer en el Journal of Economic Literature). Este punto de saturación viene a coincidir con la satisfacción completa de las necesidades básicas (en el entorno de los 15.000 dólares anuales por persona). Es decir, sólo los pobres aumentan su felicidad cuando aumenta la renta. Como suele ocurrir habitualmente en Economía, también hay trabajos empíricos que niegan el cumplimiento de la hipótesis de Easterlin. Así, un artículo publicado recientemente por Betsey Stevenson y Justin Wolfers en American Economic Review muestra evidencia que rechaza la existencia de un punto de saturación de renta para conseguir la felicidad, utilizando los resultados de la Gallup World Poll, entre 2008 y 2012, y para 155 países del mundo. De hecho, el resultado que obtienen es que la dependencia entre bienestar y renta es mayor en países con renta per cápita superior a 15.000 dólares anuales que en los países que caen por debajo de este umbral. Es decir, en los países ricos aumenta más la felicidad al aumentar la renta que en los países pobres.

Además de nuestras dificultades para entender la relación entre ingreso económico y felicidad, también discrepamos los economistas a la hora de definir cómo medir la actividad económica y qué papel otorgarle a su indicador estrella: la renta per cápita. El economista escocés Angus Deaton recibió el Premio Nobel de Economía en 2015 por sus trabajos sobre la medición del bienestar y la pobreza. Su posición siempre ha sido crítica a la hora de medir bienestar exclusivamente a través de la renta per cápita. En primer lugar, para que la renta per cápita sea representativa del ingreso que perciben los ciudadanos de una economía debería de existir una distribución suficientemente equitativa de dicha renta. Si la población se distribuye de forma muy heterogénea en cuanto a niveles de renta, la mayoría de las familias tendrán una situación económica que no se ve reflejada en la renta per cápita. Existen muchos estadísticos que se utilizan para medir la desigualdad (por ejemplo, el índice de Gini). Es habitual que se obtengan el ratio entre la renta promedio de un sector de población rica y otro de población pobre. De esta manera, a partir de la distribución de la población por nivel de renta, se pueden hallar los cocientes entre la renta promedio en distintos percentiles, deciles, quintiles o cuartiles. Por ejemplo, se suele medir el ratio S80/S20 como el cociente entre el promedio de renta en el 20% más rico de la población (S80) y el 20% más pobre de la población (S20). Hay grandes diferencias a nivel mundial. Según datos publicados por la OCDE, España es el país de la zona Euro con mayor desigualdad, ya que el ratio S80/S20 fue de 6,5 en 2016, superior al de países de nuestro entorno como Portugal (5,6), Alemania (4,5) o Francia (4,3). En EEUU el ratio S80/S20 fue 8,5 en 2016. La propuesta de Angus Deaton es que se tenga en cuenta la desigualdad como una manera de ajustar la representatividad de la renta per cápita de los países y además se argumenta empíricamente que a mayor desigualdad de renta se reduce el bienestar colectivo. El otro elemento que debe incorporarse para dar un sentido cualitativo al bienestar socioeconómico es la pobreza. La manera habitual de medir la pobreza de un país es la de calcular el porcentaje de población que percibe una renta inferior al umbral que impide cubrir las necesidades básicas. Dadas las notables diferencias de precios relativos y coste de la vida entre los países, definir esta renta mínima en una misma moneda para todos los países es muy complicado (por ejemplo, el Banco Mundial marca esta línea de la pobreza por debajo de 1,90 dólares diarios, que resultaría claramente insuficiente en países avanzados). También hay muchos problemas estadísticos a la hora de estimar el número de personas pobres y su posición relativa de renta. Por último, cabe pensar que la reducción de la pobreza mejoraría, obviamente, el bienestar de las personas pobres pero también podría favorecer la satisfacción de las personas de clase media e incluso los ricos porque prefieren vivir en un país donde hay menos pobreza.

Acabo con dos conclusiones finales. La primera es que la medición del bienestar social es un tema de investigación en Economía donde hay mucho debate y mucho camino por recorrer. Y la segunda es que el impacto que podría tener una mejora en este campo para la evaluación de las políticas económicas y para el diseño adecuado de los programas de ayuda al desarrollo económico me parece que justifican claramente que nos tomemos en serio esta cuestión. Los economistas tenemos la obligación de hacerlo desde el rigor científico y la independencia.

El autor es profesor de Economía en la UPNA