a terrible crisis sanitaria que provocó la irrupción del coronavirus en marzo y abril se debió, en parte, a la respuesta tardía a la hora de aplicar medidas para el distanciamiento social. El confinamiento generalizado se decretó cuando los contagios ya se habían extendido en muchas ciudades. La incidencia del virus observaba a primeros de marzo ya reclamaba una respuesta inmediata de distanciamiento social y refuerzo de la capacidad hospitalaria. Por temor al colapso económico y al rechazo social se retrasó el confinamiento. Este retraso provocó que el tiempo necesario para volver a la "nueva normalidad" fuera mayor, con un coste económico y social muy superior al que se hubiera tenido si se hubiera anticipado la situación.

No aprendemos de los errores (por muy graves que sean sus consecuencias). Los datos de incidencia del virus (medidos habitualmente como el número de contagios detectados en las últimas dos semanas por cada 100.000 habitantes) han sido muy elevados en España (particularmente altos en Navarra, quizás porque el número de PCR que se realizan ajustados por población es el mayor de España). Y las medidas de distanciamiento social, necesarias para reducir la velocidad con la que se transmite el virus, han sido anunciadas secuencialmente y, hasta la fecha, no han conseguido doblegar la curva de contagios. Nuevamente, llegamos a una situación en la que la presión de la acumulación de casos positivos nos empuja a un escenario de confinamiento y cierre parcial de la actividad que, por ser tardano, será más severo y será más largo. La debacle económica, lamentablemente, volverá a ser mucho mayor que la que hubiera provocado un confinamiento temprano, moderado y corto.

El impacto económico de la pandémica se estima que este año provocará una caída del PIB que puede llegar al 14% en el conjunto del Estado. El coste económico de la pandemia tiene un reparto muy desigual dependiendo de la actividad laboral de las personas. Los trabajadores y empresarios de los servicios vinculados al ocio y la hostelería asumen la mayor parte del coste. Entre los trabajadores de servicios esenciales, los que pueden teletrabajar y los funcionarios no se observa pérdida de empleo ni reducción significativa de los salarios. De momento, la financiación de los ERTE, el ingreso mínimo vital y ayudas similares se está trasladando al déficit de las Administraciones públicas. El déficit público previsto para 2020 en España ronda el 13% del PIB, lo cual impulsará el volumen de deuda pública cerca del 115% del PIB. Esta deuda a pagar es una carga para el futuro y requerirá un esfuerzo intergeneracional, dado que será la siguiente generación la que tendrá que afrontar la devolución de la deuda generada por esta. La ausencia de planteamientos de redistribución de renta intrageneracional es llamativa, dado que parecerían totalmente lógicos en un contexto en el que muchas personas apenas perciben directamente el impacto económico de la pandemia mientras que otras sufren un descalabro casi absoluto de sus fuentes de ingreso. En este sentido, me sorprende una de las noticias económicas de esta semana: "El Gobierno subirá un 0,9% el sueldo de los empleados públicos en 2021". Creo que la pandemia exige arrimar el hombro y repartir los esfuerzos. No entiendo como los funcionarios (yo soy uno de ellos), teniendo garantizado su empleo, puedan tener un incremento salarial mientras muchos trabajadores lo están pasando tremendamente mal. Es momento de plantearse mecanismos de redistribución de renta solidarios, que permitan que la ansiada recuperación tenga soporte en la cohesión social. A modo de ejemplo os describo en el último párrafo de este texto mi propuesta de redistribución del coste de la pandemia (realizada con datos de Navarra).

El mecanismo de redistribución es simple: las personas que se vean obligadas a dejar de trabajar como consecuencia de la pandemia recibirían una renta básica financiada por las personas que mantienen su puesto de trabajo. La destrucción de empleo puede llegar a afectar al 10% del total de la población activa (fundamentalmente en el sector de la hostelería y el ocio). Del 90% restante considero que deberían quedar exonerados de aportar recursos, por razones obvias, tanto los trabajadores del sector sociosanitario (un 8% de la población activa) como los trabajadores contratados y autónomos de rentas bajas (aproximadamente un 22% de los trabajadores navarros tienen una renta mensual inferior a 1.300 euros, estableciendo un límite razonable en un 25% por encima del salario mínimo). El resto de personas empleadas incluyen un número de funcionarios, trabajadores contratados, empresarios y autónomos que supone un 60% de la población activa y no sufre directamente las consecuencias de la pandemia. El sueldo (ingreso) promedio de estos trabajadores en Navarra es aproximadamente 2.200 euros al mes. Una contribución del 5% sobre estas rentas suponen (en promedio) 110 euros por persona (obviamente la cuantía individual sería mayor cuanto mayor sea la base imponible). Dado que el 60% de la población activa financiaría al 10% que ha perdido su empleo, se dispondría de seis aportaciones para cubrir cada subsidio. La prestación alcanzaría 660 euros mensuales. Solidaridad intrageneracional. ¿Qué les parece?El autor es profesor de Economía de la UPNA