esulta curioso cómo distintos ámbitos de la administración y dirección de empresas, léase gestión de la producción, financiero, calidad o el marketing han generado multitud de pautas, para evaluar, medir y mejorar actividades, personas, dineros y demás parientes. Y, sin embargo, hay un elemento transversal que, aunque no exento de formación y literatura, rara vez se le mete mano desde un punto de vista organizativo. Me refiero al uso, gestión y utilización del tiempo.

Desgraciadamente, el tiempo es algo irrecuperable. Pasa, y no hay vuelta atrás. Cuando se invierte en cuestiones que no añaden especial valor, se pierde la oportunidad de poder invertirlo en otro ámbito. Hablamos permanentemente de su falta, pero desde un punto de vista de gestión, rara vez realizamos cálculos de costo de oportunidad real de su uso por parte de las personas, y no es habitual ver iniciativas de alcance organizativo para aprovecharlo en mejor medida.

Edward Hallowell, siquiatra experto en desórdenes de atención, afirma que los entornos de trabajo cada vez experimentan síntomas y características similares al síndrome de déficit de atención. Un estudio realizado en Hewlett Packard afirmaba que las distracciones derivadas del teléfono y del correo electrónico reducen la capacidad de una persona en un grado equivalente a diez puntos de cociente intelectual. Un empleado medio recibe no menos de 300 correos a la semana, y a medida que aumenta en niveles de responsabilidad, este número se incrementa progresivamente. Se estima que todo empleado de oficina pasa casi dos horas al día con el correo electrónico. Otro estudio en la misma línea de Microsoft estimaba que cuando una persona es interrumpida por un correo electrónico o llamada de teléfono, tarda de media 24 minutos en volver a concentrarse en la tarea con la calidad de atención suficiente para ser productiva. ¿Cuál es el análisis que realizan las organizaciones al respecto?

La cuestión es que gran parte de las alternativas de mejorar la gestión del tiempo se orientan desde el punto de vista individual. El asunto es que las diversas recomendaciones que se proponen como filtrar correos, seleccionar aquellas reuniones a las que atendemos, etc. acaban en saco roto si el conjunto de prácticas y hábitos instaurados en la organización van en otra dirección. Al final, de poco sirve tratar de pelear por obtener óptimos locales cuando la marea nos empuja a otro sitio. Luego están las reuniones. En principio, ninguna se propone con la idea de malgastar tiempo. Y, sin embargo, un buen número de ellas terminan aportando poco valor, por decirlo educadamente.

Un estudio realizado por la consultora Bain & Company en relación a la utilización del tiempo en 17 grandes corporaciones, concluía en datos como: el 15% del tiempo total de las personas se dedicaban a reuniones (lo sé, en otras organizaciones este porcentaje se podría duplicar fácilmente). De esas reuniones, el 80% se celebraban entre personas de un mismo departamento o área, y pocas entre funciones y otras áreas de las empresas. A esto se añadía que el 22% de los participantes de reuniones utilizaban esos mismos espacios para enviar tres o más correos por cada 30 minutos de reunión. De su análisis también se desprendía que, viendo el propósito y objetivo de dichos encuentros, un número significativo no incluían a las personas pertinentes, o se celebraban por las razones equivocadas. Sobre su contenido, se orientaban fundamentalmente para intercambiar información, y pocas, en proporción, para resolución de problemas, y/o generación y tratamiento de alternativas y/o nuevas opciones.

¿Y si refundáramos cada una de las reuniones cada cierto tiempo, valorando su utilidad? ¿Y si nos propusiéramos reducir su duración a la mitad? ¿Y si estableciéramos normas sobre qué tipo de comunicaciones e interacciones son las verdaderamente esenciales, y cuales es clave evitar para no marear al personal?

Parece razonable pensar que una reflexión seria al respecto llevaría incorporadas acciones en clave de utilizar agendas selectivas, concretar al máximo los tiempos y propósitos de toda interacción, utilizar las reuniones trabajar siempre sobre propuestas y no sobre papeles en blanco, etc. Pero también, en otro plano, la necesidad quizás de simplificar las organizaciones, habiéndose constatado que más escalafones llevan aparejados más trabajos de reporting, y que todo rol de supervisión requiere interacciones con sus supervisados. Interacciones con contenido que alguien debe generar y posteriormente revisar, generando dedicaciones de tiempo que, en algunos casos, poco aportan a la organización. Por otro lado, estandarizar los procesos de decisión ayudaría, a su vez, a evitar muchos enredos habituales.

En definitiva, las intenciones de mejorar la forma de gestionar el tiempo individual pueden quedar en saco roto debido a multitud de prácticas o hábitos que toda organización tiene en su seno. Sería fundamental una reflexión seria al respecto, y tratar el tiempo como lo que es, un recurso escaso, gestionándolo con una disciplina similar al de otros recursos en la organización. Valorar de forma colectiva la efectividad de las interacciones cada cierto tiempo, y realizar modificaciones en consecuencia. En algunos de estos estudios a los que he hecho referencia estimaban que una reflexión de fundamento e incorporar decisiones disciplinadas en este ámbito podría liberar en un 20% la disponibilidad global de las personas de una organización. Parece que vale la pena una reflexión al respecto.

Mondragon Unibertsitatea. Investigación y Transferencia