Por más vueltas que le damos, no conseguimos entender qué cables se le cruzaron a Gerard Piqué el martes en El Sadar. En el partido en el que cierras una carrera deportiva realmente brillante –un Mundial y una Eurocopa, cuatro Champions, ocho Ligas, siete Copas, una Premier...–, y en el que deberías lucir una sonrisa de principio a fin, a lo sumo con alguna lagrimilla ocasional, y recibir y repartir abrazos a diestro y siniestro…, te cabreas con el árbitro, lo embistes como un Miura, te pones borde y faltón, y una vez te ha expulsado te cagas en su madre, en obvio homenaje al dicho “Para lo que me queda en el convento, me cago dentro”. Y todo esto sin estar ni siquiera jugando el partido, sino en el banquillo. Hemos visto en el deporte despedidas en loor de multitudes y otras por la puerta falsa, pero esto de Piqué instaura el nuevo estilo de decir adiós liándola parda como elefante en cacharrería.