Me preocupa mucho que ahora que nos enfrentamos a una emergencia real, como confirman los datos y los modelos de la ciencia desde hace casi medio siglo y que ya tiene efectos entre incómodos y desastrosos en casi todos los órdenes de la vida, los comentarios más habituales se dediquen a dar pábulo al negacionismo interesado o a señalar a quienes lo alertan como unos agoreros de mal rollo. Las acciones y políticas que se hacen son insuficientes y, además, parece que se pone más interés en que debemos analizar la situación y su impacto en el sentir de las personas que a corregir las dinámicas nocivas que causan. Y hay miedo en señalar a quienes objetivamente provocan y se lucran con la situación. Los medios de comunicación han optado por presentar la realidad convertida en un mundo naíf o a lo más con un pseudodebate: como siempre hay un negacionista o un tecnooptimista a mano, se les concede relevancia o altura intelectual o se favorece directamente el cuñadismo y populismo político. ¡Todo es espectáculo!

Perdónenme porque comienzo el curso espeso e indignado. Ya he tenido algún comentario condescenciente que alude a eso que se llama ecoansiedad. Es decir, cuando hay un problema real que exige soluciones reales, parece que lo importante es crear una comisión que evalúe el lenguaje y el tono de lo que se dice porque si no nos deprime y entonces todo va peor. Uno de los signos más claros de este declive es que nos fijamos más en crear nuevas formas de negación, de dar rodeos sin encarar un problema cuestionando necesariamente el modo de vida y negocio actual. Frente a ello, cada vez más, veo necesaria la rebelión. No podemos conformarnos con el colapso ni constatar sin más cómo el clima se confabula en contra nuestra sin más. No con nuestra inacción y silencio.