madrid. Los integrantes de esa masa eran aspirantes a pisar la cima del techo del mundo. Subían pastoreados por sus sherpas haciendo todas las trampas posibles al buen hacer alpino, como utilizar cuerdas fijas, enchufarse a una botella de oxígeno (equiparado al doping por la Unión Internacional de Asociaciones de Alpinismo); dejarse remolcar, literalmente, por sus sherpas que no sólo abren la ruta, acarrean del mismo modo toda su equipamiento incluyendo las botellas de oxígeno que utilizan tales alpinistas. También robar las tiendas de los campamentos de altura de otros alpinistas cuando estaban vacías (es el caso del español Ferrán Latorre, según su relato en la revista Desnivel) y pasar de largo ante quien está en dificultades o, directamente, pide socorro, por agotamiento, heridas o mal de altura.

La imagen refleja en qué se ha convertido el deporte donde mostraron su ética y maestría tantos y tantos nombres de leyenda. Pero el alpinismo de alta cota, o himalayismo si se prefiere, ha tomado en estos tiempos turbios senderos marcados por la masificación sin cuento y la presión de patrocinios de empresas ajenas al peculiar mundo de la montaña. Entre unos y otros, el buen hacer alpino ha brillado por su ausencia, salvo honrosas excepciones.

Por su condición de punto más elevado de la Tierra, el Everest (8.848 metros) se ha convertido en el escenario donde las actuales tendencias del alpinismo se han vuelto extremas. La masificación ha sido tal esta primavera, que por primera vez en su historia, el gurú de las expediciones comerciales, el neozelandés Russel Brice, propietario de Himalayan Experience, la más prestigiosa agencia que sube turistas al Everest, retiró de la montaña a las 85 personas, entre clientes, sherpas y guías que estaban en el lado sur del techo del mundo. Lo hizo por motivos de seguridad. "El peligro está por encima de lo que es normal. No estoy dispuesto a que mis clientes ni mis guías se sometan a este riesgo". Pero los demás allí siguieron.