Siria ha vuelto a la primera plana internacional tras doce años de brutal guerra civil. Una guerra que refleja no solo las fuerzas internas que luchan por la hegemonía en el mundo árabe, sino también las ansias de las grandes potencias por lograr influencia en Oriente Medio. Un conflicto que parece entrar en una nueva fase de estabilización, pero que sin duda se convertirá en una pieza fundamental en la lucha de poder en el nuevo tablero internacional.

Para entender el conflicto que ha desgarrado al pueblo sirio los últimos años es necesario conocer la historia de la Siria moderna, ligada desde su origen a la familia al-Assad. Corrían los años 60 cuando el partido Baaz, con su nacionalismo y socialismo de cuño árabe, se hacía con el poder en el país. Uno de sus líderes, Hafez al-Assad, miembro de la minoría alauita, una rama heterodoxa del chiismo, junto a otros líderes de las otras minorías del país lograba hacerse primero con el poder en el partido y después dominar con mano de hierro el país. Surgía la Siria moderna, donde la minoría alauita gobernaba un país de mayoría suní. Toda una anomalía en la región que marcaría el futuro de Siria.

En 2000 al-Assad padre moría y era su hijo, Bashar al-Assad, el que heredaría el poder. El nuevo dictador trató de modernizar económicamente el país y renovar las viejas élites, pero sin cambiar el régimen autoritario que heredó de su padre. Sus medidas no sirvieron para mejorar la vida de los sirios y la vieja guardia se sintió desplazada por la nueva élite del joven al-Assad. A esto se unió el vacío de poder que sufría la Irak post Hussein, con grupos armados suníes que iban infiltrándose en el país y azuzaban a la mayoría suní contra las minorías gobernante. Al mismo tiempo varias graves sequías azotaron el país y desplazaron a miles de personas del campo a las ciudades para vivir en condiciones muy precarias. El polvorín estaba listo, solo faltaba una chispa para hacerlo explotar.

Y esa chispa llegó desde Túnez. El 17 de diciembre de 2010 un vendedor ambulante tunecino se inmoló en protesta por la incautación de sus mercancías por parte de la corrupta policía. Las protestas por aquel suceso se extendieron por los países árabes e iniciaron una ola de revueltas contra el autoritarismo de los gobiernos de la región. Túnez, Egipto, Libia… Nacía así la denominada Primavera Árabe. La Siria de al-Assad no escapó a las ansias de libertad y derechos de muchos árabes. Más tarde que a otros países, pero las protestas al final llegaron también a las calles sirias. Y con las manifestaciones la brutal represión con la que respondió el régimen. Todo ello hizo que las revueltas degenerasen en poco tiempo en una encarnizada guerra civil.

A pesar de que al comienzo del conflicto pocos esperaban que al-Assad resistiese, el dictador sirio contaba con una baza muy importante a su favor, la enorme fragmentación de la oposición a su régimen. Por una parte, el Ejercito Libre Sirio, que aglutinaba a la mayoría de los militares suníes contrarios a al-Assad. Por otra, los islamistas con varios grupos autóctonos, pero también con grupos de orientación yihadista, como el Frente al Nusra al comienzo del conflicto con vínculos con Al Qaeda; y el Estado Islámico, y que en cierto momento del conflicto llegó a tener bajo su poder gran parte del territorio sirio. Finalmente, los kurdos del norte, una fuerza clave en la derrota del Estado Islámico y que mantienen zonas del parte norte del país bajo su poder.

Pero el conflicto no se limitó a ser una guerra civil con actores autóctonos sin vínculos con el exterior. Al contrario, el país ha sido testigo de la lucha interna del mundo islámico por la hegemonía entre las ramas chií y suní, con Irán y Arabia Saudí como grandes abanderados de las dos corrientes principales del Islam. Desde un principio, países como Turquía, Arabia Saudí o Catar no han dudado en apoyar a los diferentes grupos que tratan de derrocar el gobierno de al-Assad, impulsando un gobierno suní que apoyara los intereses de estas potencias regionales en la zona. Por su parte, en el otro bando, Irán apoya militarmente a al-Assad, porque ve en la derrota del dictador alauí un riesgo existencial para la supervivencia de la República Islámica. La posibilidad de una Siria con un gobierno suní como vecina resulta terriblemente amenazador para el régimen de los ayatolás. Sin olvidar la necesidad que tiene Irán del territorio sirio como ruta de abastecimiento de Hezbolá en su lucha contra Israel.

Un niño pasea entre los escombros en Alepo, una de las ciudades más castigada por la guerra. Foto: Afp

No solo las potencias regionales han intervenido según sus intereses en Siria. Las potencias internacionales no les han ido a la zaga y también han puesto a Siria en su punto de mira. Estados Unidos desde un principio fue reticente a una intervención directa en Siria, no fuera a repetir los fracasos cometidos en Irak y Afganistán. El objetivo norteamericano era derrocar a al-Assad, pero sin tumbar al régimen. Las intervenciones militares estadounidenses durante el conflicto sirio han sido puntuales y se han limitado, sobre todo, a bombardear posiciones del Estado Islámico y del ejército de al-Assad como castigo por el uso de armas químicas. Los intereses norteamericanos sobre el terreno han sido defendidos por los kurdos, quienes han hecho la guerra por estos.

Pero si ha habido una potencia internacional que ha apostado por la intervención en Siria esa ha sido Rusia. La Siria de al-Assad padre ya fue una fiel aliada de la URSS. Putin apostó en 2015 por la intervención militar directa en el conflicto, viendo una oportunidad para lograr influencia en la zona, más si cabe tras la pérdida de interés de los EE.UU. por la región. Fue la intervención militar rusa la que acabó con el empate en el que se encontraba la guerra civil, llevando, poco a poco, la victoria hacia el lado de Bashar al-Assad. Una gran victoria para Putin, que para muchos expertos ha sido clave a la hora de empujarlo a tomar la decisión de invadir Ucrania.

Un conflicto en tres niveles

El conflicto sirio, por tanto, ha tenido tres niveles. En primer lugar, ha sido un intento de la población siria por acabar con un régimen autoritario que lleva décadas gobernándolos con mano de hierro. En segundo lugar, ha sido un conflicto entre las minorías religiosas y los sunníes por lograr el poder en el país. Y en tercer lugar, ha sido una pugna de países vecinos y potencias internacionales para lograr influencia en la región y cubrir sus intereses geo-estratégicos. La imbricación de los tres niveles explica la importancia de este conflicto a la hora de entender su huella en los equilibrios de poder en la región y más allá, a nivel internacional. Siria ha sido uno de los escenarios recientes donde mejor se ha escenificado la nueva realineación de fuerzas que se está dando en el actual mundo multipolar.

El futuro de siria

Una vez que al-Assad parece haber logrado la victoria, cabe preguntarse ¿cuál puede ser el futuro de Siria? La readmisión del país en la Liga Árabe y los recientes guiños diplomáticos de Arabia Saudí y Turquía hacia su antiguo acérrimo enemigo indican, por un lado, la aceptación de la victoria del dictador sirio, y, por otro, la necesidad de convivencia con el régimen con el fin de resolver asuntos espinosos para sus vecinos como el de los millones de desplazados sirios, foco de tensión sobre todo en Turquía, como se ha visto en la reciente campaña electoral turca; o el del captagon, anfetamina sintética de la que Siria es la mayor productora y que está causando estragos en los países vecinos. Según algunos expertos, el régimen de al-Assad se ha convertido en un narco-estado donde el captagon se ha convertido en mayor fuente de financiación del país.

No hay que olvidar tampoco las recientes conversaciones de acercamiento entre Irán y Arabia Saudí. El éxito de estos encuentros podría suponer para China lograr influencia en la zona, a la vez que arrebataría aliados tradicionales de los Estados Unidos, como Arabia Saudí, que parece empezar a moverse de manera más independiente en el nuevo juego geopolítico internacional. Pero es Rusia la gran vencedora de la guerra civil. Podría decirse que el régimen de al-Assad se ha convertido en un protectorado ruso, a merced de los intereses. La hegemonía en Siria abre a Rusia una puerta económica al Mediterráneo y nuevos mercados y recursos en un momento en el que Europa parece habérsele cerrado por un largo tiempo. A nivel político, le permite superar el aislamiento diplomático derivado de la invasión de Ucrania, a la vez que permite actuar en un área sensible debido a sus recursos energéticos.

Numerosos problemas internos

A pesar de haber logrado mantener el poder y haber conseguido la ayuda de otras potencias, Bashar al-Assad se enfrenta también a numerosos problemas internos con los que tendrá lidiar. En primer lugar, se encuentra con un país devastado y totalmente fracturado. La economía se encuentra completamente destruida, y se cree que un tercio de las viviendas e infraestructuras del país se hallan derruidas o dañadas. Por otro lado, de los 23 millones de sirios, se calcula que unos doce millones se encuentran desplazados, la mitad dentro de las fronteras del país, el resto repartidos entre los países vecinos y Europa.

La oposición aún controla algunas zonas del país y habrá que ver cuál es la respuesta de al-Assad a sus antiguos enemigos.

Siria, por tanto, sigue planteando más preguntas que respuestas. Lo único claro son las cifras que deja el conflicto. Más de 600.000 muertos, doce millones de desplazados, y un 90% de la población en la pobreza absoluta. Siria parece entrar en un nuevo escenario de estabilidad, aunque no haya podido sacudirse el yugo del legado de autoritarismo de los al-Assad. Un país desangrado por la injusticia del gobierno dictatorial, por la lucha por la hegemonía en el mundo árabe y por la nueva guerra fría que resurge en el mundo multipolar. La verdadera paz parece muy lejos para los sirios.