El Balaitús (3.144 metros)
al final del periodo Eoceno de la era Terciaria, hace unos treinta y ocho millones de años, comenzó a elevarse la cordillera del Pirineo. Esta orogenia, debida a la tectónica de placas o movimiento de los continentes sobre el magma terrestre, continuaría hasta el final del Oligoceno, que sucedió hace aproximadamente veintiséis millones de años. De este modo, lo que antes era océano se convirtió con mucha parsimonia en altas montañas, lo mismo que había ido sucediendo con todas las tierras del País Vasco.
El Balaitús es la primera cima de los Pirineos Occidentales que supera los tres mil metros, por lo que resulta muy atractiva para los montañeros. Casi a final de un verano cualquiera me encaminaba hacia allí, de nuevo en solitario. Pasé la noche en el vehículo a las orillas del embalse de la Sarra, próximo a Sallent de Gállego, en la provincia de Huesca. Desde la Sarra, perteneciente también al valle de Tena, camino muy temprano hacia las alturas por el conocido como paso del Oso, entre cascadas y lugares únicos. Consigo llegar en unas dos horas al embalse de Respomuso y al refugio de Piedrafita, que cuenta hasta con su modesto helipuerto. Después giro hacia el Norte por fuertes pendientes pedregosas, entre agrestes valles y accidentes geográficos como el contrafuerte de Lerdomeur, combe de Valot o arista le Bondibier, que guardan recuerdo de las osadías de los primeros que ascendieron por semejantes vericuetos desgajados.
Una vez al pie de la famosa brecha Latour, una de las vías más clásicas a partir del nevero, hay dos opciones: o ascender por los hierros clavados en la roca, conocidos como clavijas, que no consigo hallar; o tirar hacia arriba directamente por la tajadura, sin saber muy bien lo que uno puede encontrarse. Ni corto ni perezoso tomo esta última decisión y casi al poco me arrepiento, porque hay algún paso bastante expuesto hacia el vacío que se abre ante mí. Por fortuna, en uno de los momentos más comprometidos me encuentro con dos jóvenes madrileños, José y Javier, bomberos, justo además cuando comienza a echarse una niebla cerrada. No es nada la ascensión, les comento, si se tiene en cuenta que después hay que destrepar, algo que comenzaba a aterrarme antes de veros.
Tras pasar un rato en la cima de charla y dando buena cuenta de frutos secos y bebidas isotónicas, sin la posibilidad de contemplar nada en absoluto, decidimos comenzar la bajada, ayudados por una cuerda de escalada y en cuatro rápeles de unos veinticinco metros. Sin darnos cuenta estamos de nuevo en el pequeño glaciar que se acumulaba al pie de la brecha, y la niebla ahí ya se ha disipado, por lo que la sensación de seguridad nos conforta, del mismo modo que nuestra camaradería se intensifica.
Admiramos desde allí, situados aún cerca de la cota de los tres mil metros, toda la estampa de la cresta del Diablo, con sus innumerables agujas y dientes afilados, que sí que recuerdan en cierto modo a una imagen del infierno, al menos montañoso. Descendemos después juntos hasta el refugio, donde compartimos la comida y un café.
A las cinco de la tarde estaba de regreso en el coche y de aquel día guardo un recuerdo grato y especial, por lo espontáneo del encuentro y lo excitante de la jornada. Al poco tiempo, recibo por correo una fotografía en la que sonrío en la cima con uno de mis amigos, ya que el otro estaba manejando la cámara.