El Teide y el Pico Viejo, con 3.718 y 3.100 metros de altitud respectivamente, son parte de un sistema volcánico más amplio y más antiguo que conforma las Cañadas del Teide: una caldera soberbia parcialmente hundida de más de 20 kilómetros de diámetro y situada en el eje axial de la isla de Tenerife. Al ser aquellas dos montañas más recientes se elevan por encima del resto del conjunto y desde ellas se pueden contemplar vistas espectaculares, tanto del océano Atlántico como de algunas otras islas del archipiélago de las Canarias. Estas, junto a las de Madeira y las Azores, se agrupan en el gran conjunto insular de la Macaronesia, por sus características geomorfológicas similares bajo el influjo de los vientos Alisios.

A la hora de hablar sobre aquellas moles pobladas de lagartos, conejos, cabras salvajes y flores y pájaros endémicos, ¿cómo podría describir semejantes monumentos naturales a los que he ascendido por rutas diferentes? Se hace difícil expresar la emoción que siento al subir entre retorcidas coladas de lava de formas singulares, sobre todo en la primera ocasión, cuando equivoqué la ruta y me vi inmerso en el caos del magma solidificado, punzante y abrasivo. Quisiera transmitir ahora el mismo gozo que cuando he alcanzado la cumbre del Teide más de media docena de veces, al margen siempre del teleférico e incluso de las rutas convencionales, disfrutando de unos momentos únicos de silencio y de unas panorámicas que escapan a las percepciones cotidianas. No se borran de mi mente las grandes superficies de gravillas amarillentas salpicadas de enormes piedras negras entre la niebla, el mar de nubes que suele cubrir la isla como si uno se encontrase en el cielo o el inabarcable océano turquesa y la presencia etérea, a lo lejos, de Gran Canaria, Gomera y La Palma. No puedo dejar de citar las débiles fumarolas de azufre que se escapan en el cono, desde donde los ríos de fuego fluyeron por las laderas empinadas hasta alcanzar la zona de Montaña Blanca. Es en este lugar donde da inicio la ascensión por la vía normal, llegándose tras varias horas al refugio de Altavista; para más tarde, después de un esfuerzo agotador, alcanzar por fin la cima.

Pero si el Teide resulta fascinante, el Pico Viejo, o Montaña Chaorra, como también se le conoce, no lo es menos. Emplazado en la parte sur del complejo volcánico, su cráter tiene alrededor de un kilómetro de diámetro y no pocos metros de profundidad en sus partes más escarpadas. Es más vetusto, mucho menos frecuentado y alberga formaciones más o menos recientes, como las negras Narices del Teide, que entraron en erupción en la Edad Moderna cuando los navegantes viajaban al Nuevo Mundo y que aún hoy causan una impresión profunda cuando se palpan in situ.

En aquella primera ascensión a la que antes me he referido, después de admirar atónito su cráter inmenso y apartado, al concluir el descenso por la ladera este topé con una zona poblada de centenares de adelfas fragantes y multicolores de gran porte. El problema era que también estaba llena de colmenas de abejas, las cuales, al olor de la crema solar con la que me había embadurnado, comenzaron primero a interesarse por el potingue y al poco pasaban a atacarme con furia inusitada y sin tregua. Corriendo como un poseso con la cabeza protegida con la chaqueta, el calzado se rasgaba entra las piedras afiladas, hasta que me dejaron marchar con el saldo de unos cuantos picotazos, lo que no me pareció un balance muy desafortunado para una jornada tan excitante, sobre todo cuando alcancé el vehículo que tenía de alquiler. Pensé en dirigirme al centro de salud cuando palpé los bultos bajo mi cuero cabelludo, pero todo se resolvió con un par de cervezas frías que disfruté, como néctar de los dioses, en una terracita de un bar de montaña. Allí había una panorámica más dulce y proporcional a las magnitudes humanas, las gentes sonreían amablemente y sonaban risas familiares alrededor. Estaba de vuelta en el mundo de los vivos y mi corazón bailaba de alegría y de agradecimiento. Cuando llegué al hotel de Puerto de la Cruz ya ni me acordaba del incidente, hasta tal punto que al poco de cenar caí rendido y dormí como un tronco.