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Lakar, historias de una guerra

Llegaron al atardecer. Estaban cansados, a pesar de que eran tropas que venían de refresco. Consideraron oportuno acampar en Lácar. ¿No podían haberlo hecho en Lorca o en Alloz? Tenían que venir a nuestro pueblo a romper ese equilibrio que difícilmente se puede mantener en una guerra como esta, casi interminable. Ya dijeron Justo y Cipriano cuando venían de recoger a las ovejas que andaban ese día un poco espantadas. Parece como si barruntaran el ajetreo que provoca un ejército avanzando por una tierra ya excesivamente maltratada. Nos avisaron cuando estos ya enfilaban casi la entrada al pueblo. Primero una avanzadilla, que fue despejando el terreno del riesgo de francotiradores y emboscadas desagradables. Llegaron hasta la plaza y los pocos críos que aún deambulaban por ella salieron a la carrera. A refugiarse de ese enemigo eterno, con el que muchos se amamantaron de miedo desde la cuna. Llamaron al alcalde. Necesitaban alojamiento. Ocupar las eras, los corrales. Necesitaban pan y vino y buena carne. Todo se paga, decían. Madrid y el Gobierno del reciente nombrado rey Alfonso XII siempre paga sus deudas y aplaude al español que colabora por la causa de una patria desordenada por una horda de carlistas, con un pelele, que farolea prepotente en los miles de retratos repartidos por todo el país. Pero aquí somos carlistas. No queremos el diablo ese que invita al libertinaje y a la perdida de valores cristianos que adquirimos en ese pila bautismal un día, en nuestra querida iglesia de Santa María de Egiarte. Va llegando el resto del ejército, son dos mil soldados, dicen. Nos saquearán las alacenas y nuestras cuadras notaremos la ausencia de animales otra buena temporada. Esta guerra es un sin vivir. Bastante es que alimentemos a los nuestros para que vengan estos, con esa prepotencia de conquistadores. La casa de mis padres es grande, grande con hacienda y está más que cantado que la oficialidad se hospedará sin preguntar. Ya suben las escaleras. Llevan galones en el pecho y sables plateados colgados a la cintura. El abuelo está muy nervioso. Últimamente su cabeza deambula sin sentido. Apenas dice nada que tenga consistencia. Conviene apartarlo, no sea que lance alguna proclama patriótica que genere malestar a los recién llegados. Apenas un saludo de cumplido. Ordenan desalojar los cuartos y que el personal de la casa cumpla con ellos como es debido- Con ellos que son los soldados, el ejército que viene a recuperar la paz perdida. Desde la batalla de Abárzuza, la oficialidad esta incómoda. Una batalla perdida y un general, De la Concha, muerto en acción. No tienen paciencia y quieren acabar ya de una vez esta patraña que está abocando al país a la miseria mas absoluta. Mis padres aguantan lo inaguantable. Dan órdenes a los sirvientes para que tengan buena atención con los recién llegados. Mi padre ha debido disculparse por discutir con el oficial que dirige el que llaman Regimiento Valencia. No quería ceder su habitación, ese lugar tan intimo que solo él entiende es de uso y disfrute de su matrimonio. Pero mi madre le ha tirado de la camisa. No quiere quedarse viuda. Bastantes viudas deambulan por ahí corridas de miseria. Hay un oficial liberal muy guapo. Es atento con el servicio y educado con los de la casa. Se presta siempre a rebajar la tensión si esta asoma. Me gusta. Es guapo de sobra y ese porte y ese traje le quedan divinos. Pero ya veo que le echa el ojo a Fermina, la sirvienta, y es que no puede ser mas agraciada. Tiene un pelo y una cara y un encanto que desborda simpatía a raudales. Y yo con esta cara y este cuerpo. Me revienta eso. Y que este chico del que no sé ni su nombre ya parezca enamorado. Embebido le veo ya con la Fermina y ésta, nada recatada, le sonríe. Ha llegado la noche. Hay un silencio tenso en el pueblo y en la casa. Las tropas están desperdigadas. En la calle hace frío. Un frío de febrero que invita acercarse a la hoguera y a frotar las manos para espantarlo. Me he quedado despierta. Me he fijado en ese gesto cómplice del oficial con Fermina. Sé que están arriba en el desván y subo las escaleras calladamente. Me he acercado a la puerta. Sé que están ahí. Se oyen las palabras entrecortadas, a veces los suspiros. Siento envidia y celos y rabia. Pero me quedo callada y quieta acumulando odio y ese oscuro deseo de venganza. Es el día tres. Los vecinos han decidido dejar el pueblo. Se han ido para el monte, para Zurundain . No huele la cosa nada bien. Dicen que vienen tropas carlistas desde Pamplona. Carlos VII no permitirá que caiga Estella en manos de ese pobre sobrino enfermo que no sabe ni de que va esto de la gobernanza. Lo ha puesto su prima Isabel. Esa pelleja que no sabe hacer otra cosa que llevarse a la cama hasta el obispo. Es la tarde del día tres de febrero. Las tropas están relajadas. No hemos salido nadie de casa. No nos dejan y además yo no quiero. Veo a Fermina y le fulmino con la mirada. Esta, parece avergonzada y temerosa. Ya sabe como las gasto cuando se me incomoda. Son las cuatro de la tarde. Llegan de todas partes. Son los nuestros. Les están dando para el pelo. Les pillan de sopetón. Los de la banda de música, no saben para donde tirar. Algunos han muerto con el instrumento entre las manos. Este es ese extraño cuadro que a veces ofrece la guerra. Los soldados se defienden desde las casas, desde las calles. Algunos corren como locos para Lorca. Los persiguen y matan a la bayoneta. Miro por la ventana se hace imposible contar los muertos. Veo a Fermina cogida de la mano del guapo oficial van hacía el corral de Amancio y me entra de nuevo toda la maldad junta. Cuando lleguen a la casa, les diré donde encontrarlos. Ya van diciendo que entre tres o cuatro, les han dado una buena tunda ¡que les han dejado bien muertos vaya! El guapo oficial ahora ya no es tan guapo, aunque dicen también que a Fermina la muerte le dibujó un sonrisa eterna.