“No sabía qué me esperaba allí fuera, no sabía qué podía encontrar, ni si realmente merecía la pena. Lo único que me impulsó a hacerlo fue el pensamiento de que, si no lo hacía, seguro que me arrepentiría toda la vida”. Manuel Garisoain tenía una idea bien metida en la cabeza. Tanto que vendió su casa, compró un pequeño velero y se lanzó al mar con los conocimientos náuticos básicos. Sin pretenderlo, seis años y dos meses después -y 500 años más tarde- este navarro se convirtió en el único español tras Juan Sebastián Elcano en dar la vuelta al mundo en un barco sin motor. Sucedió en la década de los 80, pero la Casa al Viento, una vuelta al mundo a vela, ha regresado a la memoria de Manuel en un libro disponible previa navegación por Amazon.

Lía y Manuel, en la actualidad. Abajo, en una imagen del libro.

“Nunca pensé en escribir el libro. Era algo que había hecho porque había querido, y era mío. De nadie más”, relata Manuel. Sin embargo, en su último traslado cruzando el atlántico -nunca ha dejado de navegar porque se ha dedicado al transporte de barcos- “hablando con la gente me di cuenta de que les gustan las anécdotas, las aventuras, cómo has salido de un sitio o resuelto algún problema... Y me hizo pensar, ¿por qué no hacerlo así? Sin describir todo el viaje ni demasiadas cosas náuticas. Simplemente describiendo mis sentimientos”. Aprovechando este tiempo de pandemia “pues me líe. Y así salío”, concreta.

La historia de Manuel comienza en tierra y con problemas laborales. “Siempre me ha gustado viajar. Entre el 81 y el 82 hubo una crisis gorda en mi trabajo de diseñador de estructuras metálicas. Y pensé, ‘quizá sea el momento de aprovechar y salir’”, recuerda. “Nací en Pamplona, lejos del mar, en el seno de una familia sin ninguna tradición marinera. Mi primer contacto con los barcos de vela fue en Grecia: desde lo alto del pueblo de Miconos se podía ver el puerto donde estaban fondeados tres barcos de vela. Allí empecé a soñar”, detalla en el prólogo de su libro.

De vuelta a Pamplona, poco antes de la crisis laboral que le animó a zarpar, “un amigo tenía un Geisha, un barquito de vela de 5,5 m de eslora. Me invitó a navegar un fin de semana por las aguas del pantano de Yesa. Fue como una iluminación. Cuando estuve en la bañera del barco, navegando sin motor, empujado tan solo por el poco viento que soplaba, lo vi claro. ¿Qué más querías? Viajabas con tu casa, con la cocina, con la cama, y tenías espacio para todo. Mejor, imposible”, asegura.

Manuel ató cabos: “Pues sabes qué... vendo el ático que tengo y me compro un barquito, a ver qué hay. Y eso hice”. De paseo por la costa catalana “encontré uno que desde luego no era el idóneo para hacer una travesía de este tipo”. Per fue el que le gustó. “Y la verdad es que fue muy bien, porque era un barquito muy pequeño, navegaba muy bien... a vela era maravilloso. Tuve suerte en eso. Y así empezó”. Al barco, de tan solo 7,5 metros d eslora, le puso por nombre Intxea, “una combinación de letras que sonase a euskera, pero que no significase nada”. Un barquito “que se había pensado en regata, y maniobraba muy bien”.

la hora de zarpar “Fue difícil salir. Fue complicado despegar mi mente del pantalán. Fue una decisión muy dura, muy ardua de tomar”, recoge Manuel en el libro. Zarpó por fascículos. Primero unos meses practicando por los alrededores del puerto de Vilanova i la Geltrú, donde su mentor y amigo Salvador Arana le enseñó “algo de lo más básico de la navegación: el amor a los barcos”. Después la primera larga travesía, rumbo a Mallorca. Finalmente, a principios de abril de 1982, “decidí que era momento de irse y empezar el viaje. Así que un día, muy nervioso y con un nudo en la garganta que no me dejaba pensar, como un autómata, sin darme apenas cuenta de lo que estaba haciendo, con la vela mayor levantada, solté amarras y salí del puerto de Vilanova, para perderme en el horizonte turbio de un atardecer frío y lluvioso”. El viaje había empezado.

A partir de ese momento se suceden las anédcotas, como cuando al poco de zarpar la Policía Nacional pensó que un comando de ETA había llegado Cartagena porque Manuel llevaba cosido en su jersey el emblema de Euskal Herria. Luego Cádiz, Las Palmas... y el Atlántico. “Cruzar el Atlántico de este a oeste por los alisios, es muy fácil”. Si lo llevas con calma, dice, “es un paseo”. “Había veces que no cambiaba las velas en dos y hasta tres días, así de constante es el viento”. Eso sí, la vuelta es más puñetera. Manuel describe muchos mares y travesías, como el tenso paso por el estrecho de Panamá hasta tocar el Pacífico, que tiene el nombre “muy bien puesto. “El más grande… El impresionante… El más variado… El mejor. Noble y predecible… Muy fácil de navegar… Aunque las distancias den miedo”.

Tornados a pocos metros de popa, ballenas y tiburones, dorados de metro y metro, múltiples y variadas amistades y reflexiones en soledad, rescatadas del cuaderno de bitácora, jalonan las páginas de un libro escrito bonito que da ganas de navegar. Y que recoge historias de envergadura, en las antípodas de la soledad. Como cuando en el club náutico de Sidney descubrió a una mujer hablando por teléfono. A partir de ese momento y hasta la fecha, el relato de Manuel se escribe en plural. Así lo reconoce en la dedicatoria del libro: “A Lía, mi esposa. Gracias por acompañarme durante la mitad de la vuelta al mundo y gran parte de mi vida. Y a mis hijos”.