Hola personas, esto huele a primavera. Como imagino que recordaréis, la semana pasada nos quedamos con un “continuará” para terminar de contar el paseo que interrumpí en el recién restaurado baluarte de Parma y en el cuerpo de guardia del portal de la Rochapea, viejo edificio que se encuentra en vías de convertirse en un centro donde se estudie sanferminología, ciencia muy nuestra y que cuenta con gran número de graduados y doctorados entre nuestros convecinos.

Seguí mi camino y en pocos metros entré en los corralillos de Santo Domingo, última morada de los verdaderos protagonistas del encierro, sin ellos no hay nada. Los han dejado de cinco estrellas. En su centro han colocado un guiño al turista y 3 pilares de un tramo del vallado sujetan las siluetas de 5 zaínos comenzando la trepidante y visceral carrera.

Abandoné la tauromáquica zona y, con la imaginación, atravesé el viejo y desaparecido portal de la Rochapea, uno de los seis que cerraban la ciudad a cal y canto, y uno de los que se podía haber salvado de la piqueta ya que el acceso a la ciudad desde la zona del río se puede efectuar por la avenida de Guipúzcoa. Solo se salvó su imperial escudo que hoy luce en uno de los paños del Portal Nuevo.

Bajé la cuesta que lleva al barrio más castizo de la vieja Iruña, el camino que cada noche sanferminera recorre la negra manada, en silencio sepulcral, para trasladarse de los corralillos del gas a los de Santo Domingo. Llegué al puente y lo atravesé pensando un poco en el mal trato que esta infraestructura recibe en cuanto a la consideración que se le da. Todos valoramos mucho el de la Magdalena, el de San Pedro, el de Santa Engracia o el de Miluce y nadie sabe que este puente también tiene origen medieval, si bien es de difícil datación a causa de la cantidad de intervenciones que sobre él se han dado a lo largo de los siglos: el ensanchamiento de su calzada para que pase el tráfico rodado, sus horrendas barandillas, esas aceras flotantes, los balcones que hay sobre sus tajamares y alguna otra agresión hace que su fábrica de piedra y sus perfectos ojos en arco de medio punto pasen desapercibidos, nadie lo considera un puente interesante y lo es. Una vez atravesado entré en terrenos puramente rochapeanos e intenté recomponer de memoria la antigua entrada al barrio, con su plaza del Arriasko a la izquierda, el comienzo de Errotazar a la derecha y la calle Joaquín Beunza al frente y he de reconocer que la zona está tan cambiada que apenas lo conseguí. Recordé que entre la plaza del Arriasko y la calle del abogado rochapeano había una verja de una huerta a la que seguía una casa que hacía esquina con dicha calle que entraba Rochapea adentro. En sus primeros metros estaba Casa Sancena, la tabernica de Plácido, unas cuantas casitas bajas y algún que otro taller. Hoy casi nada de eso queda, la zona está irreconocible, moderna y desarrollada, forma parte del nuevo Pamplona. La plaza del Arriasko, vértice del ángulo que formaban las dos únicas calles que vertebraban el barrio de hortelanos, conoció otras épocas. Épocas en las que era el centro de las fiestas de la vieja Rochapea, con su baile y sus mayordomos con sus cintas y escarapelas de colores, obsequio de las mayordomas, invitando a piperropiles a sus paisanos; épocas en las que en la plaza mandaban los guardias civiles que habitaban la casa cuartel, casa que antes habitaron los pastores que traían su ganado al matadero o épocas en las que de la plaza salían al mundo las ricas cuajadas Goshua. Como único testigo de todas ellas queda el barracón en donde está instalado el club de remo que desde la rotura de la presa rema poco. En la pared de este barracón varios carteles reclaman la reconstrucción de la presa de Santa Engracia, reconstrucción que se ve parada por argumentos de carácter ecológico y naturalista pero, como bien dicen ellos, ¿qué mal puede hacer una presa en un río que tiene un pantano en su cabecera y que atraviesa una ciudad en la que se encuentra con cinco presas?, si estuviésemos hablando de un río virgen en todo su cauce quizá los naturalistas tendrían razón pero con esos antecedentes me temo que la razón les asiste a los remeros.

Dejando el barracón a mi izquierda tomé el Paseo del Arga para seguir mi camino. Pasear junto al río tiene su encanto, el poco caudal que ahora lleva lo hace rumoroso, saltarín entre las piedras del fondo. A mí derecha veo que aquello que hasta no hace mucho eran ubérrimas huertas rochapeanas explotadas por los Huici, los Ciriza, conocidos por casa Tipula, los Úriz, Elizalde y tantos y tantos hortelanos que pasaron en esos campos su vida felices y contentos, se ha convertido en casas y más casas y una calle de nuevo cuño, la calle río Arga. El camino llega a una gran infraestructura que ya hace años que se enseñorea en el barrio: el puente de las oblatas, y lo atraviesa por debajo. Salí y llegué a los terrenos de la vieja, y venida a menos, presa de Santa Engracia, vi que prácticamente ya no tiene arreglo, si quieren recuperar su función habrán de hacer una nueva, no creo que se pueda aprovechar algo de la vieja estructura del S. XIII. Seguí caminando y llegué a donde antaño se encontraba la popular y gran casa Ipiña, aquella que tenía una pared metida en el río y que cuando éste crecía rozaba las ventanas. Imagino que más de una vez fue invasor de sus estancias. A mi izquierda el gótico puente de Santa Engracia restaurado y adecentado, está más bonito que un San Luis. Por fin llegué a esa zona donde comenzaba el Paseo de los Enamorados y en nada crucé la avenida de Marcelo Celayeta. Al cruzar vi que la parroquia del Salvador estaba abierta así que, sin dudar, dirigí mis pasos hacia ella y entré. Se trata de un templo de estilo neogótico, de dudoso gusto, inaugurado en 1916. La nave no vale mucho, pero me sorprendió gratamente el retablo que reinaba en su cabecera. Un retablo netamente romanista, realizado a caballo entre los siglos XVI y XVII, que fue traído aquí desde la iglesia mayor de Villamayor de Monjardín. Las luces estaban apagadas, entré en la sacristía y encontré a una sacristana a la que pedí luz, amablemente accedió y pude disfrutar de toda su belleza. Al rato salí de la iglesia y vi que la mancomunidad me había enviado un coche con chófer a recogerme, subí, aboné el euro con cincuenta que el chófer me pidió y a cambio me dio el tique sencillo AE-49387, tomé asiento y en un santiamén bajé en la avenida del Conde Olivetto para encaminarme a mi casa y dar el paseo por acabado dos horas y media después de mi salida. A gusto.

La semana que viene más.

Besos pa tos.