Hola personas, tras una semana de descanso, motivada por esos días de poca actividad que conocemos por Semana Santa, aquí estoy de nuevo con vosotros para contaros un par de paseos realizados, precisamente, en esos días de relajo y dolce far niente.

Fueron paseos lejos de los límites de nuestra querida Pamplona, en uno de ellos incluso traspasé fronteras.

Veámoslo. El día de Viernes Santo tomamos carretera y manta y circulando por la N 121 A, esa carretera con fama de diabólica que nos lleva a Francia, nos personamos en Biarritz con intención de asistir a un salón de Arte y Antigüedades. Llegamos a buena hora, aparcamos en el primer hueco que vimos libre, sin cuestionarnos si estábamos cerca o lejos de nuestro objetivo, y echamos a andar dirección centro. Llegamos antes de lo pensado y en nada encontramos el lugar motivo de nuestra excursión. Decir que estaba en un edificio de grandes hechuras, con sabor y reminiscencia del pasado, en un entorno delicioso, con el mar a su espalda y rodeado de otros edificios de idéntica categoría, no sería más que decir lo que todo el mundo sabe, porque eso es Biarritz: una ciudad privilegiada, en un enclave natural envidiable y una arquitectura de altísimo nivel. Entramos al salón de marras y nos llevamos una gran decepción, era pequeño, de oferta muy corta, con un número de expositores ciertamente bajo y con una calidad y unos precios en el material expuesto que no despertaron en mí el más mínimo interés. Salvando media docena de piezas y el stand de José Carlos Diaz de Cerio, artista paisano nuestro que allí tenía expuestas esas finas obras de línea y color que con tanto arte realiza, el resto no nos retuvieron dentro de la exposición más allá de 30 minutos, así que decidimos ir a comer y a continuación ejercimos de paseantes por las atiborradas calles de la costera ciudad. Llegamos a la rue de Port Vieux, esa bonita calle que comienza con el histórico bar Basque y que acaba asomada al mar y bajamos por ella rodeados de mucha, mucha gente, pero, bueno, un día es un día y aunque este paseante odia las multitudes también sabe buscar su lado agradable a una multitudinaria y colorida masa de gente. Paramos en una rica heladería, nos hicimos con un cucurucho y llegamos a la playa pequeña que rodeamos para seguir paseando dejando el mar a nuestra derecha, parando, mirando, admirando y disfrutando hasta que la hora nos aconsejó dar la vuelta. Ayudados de ubicaciones, localizaciones y nuevas tecnologías logramos encontrar el coche y regresamos a nuestro terruño.

El sábado al mediodía hubo que trabajar y por la tarde-noche volvimos a tomar la misma carretera, esta vez la abandonamos en Oronoz Mugaire en donde hicimos noche. Qué bien se duerme en los pueblos, se diría que el silencio es otro, y en este bonito pueblo baztanés es así hasta las 7 de la mañana hora en la que empiezan a sonar las campanas de la iglesia y en mi caso el campanario no distaba más allá de 20 metros de mi almohada. Pero un poco de madrugón en ese paraíso, con un día limpio y soleado tampoco es tan malo, abrir la ventana y recibir la nueva jornada con un soplo de aire fresco y largar la mirada sobre un mar verde que el nuevo sol perfila de luz, no tiene precio.

Después de un ligero desayuno, me acerqué al río, que lo tenía a un paso, cámara en ristre dispuesto a inmortalizar el Baztán que bajaba transparente, alegre y cantarín entre piedras, ramas, luces y sombras. El olor a río y a hierba, la luz cálida de la mañana, el fresco del agua y un montón de cosas más que concurren y a las que es difícil poner nombre, le llenan a uno el espíritu de naturaleza y vida.

Tras este buen comienzo del día, nos acercamos a la vecina Santesteban en donde dejamos el perolo y comenzamos un delicioso paseo por la ruta verde del Bidasoa.

En la primera mitad del siglo XX Elizondo e Irún estaban comunicados por un tren de vía estrecha que cubría los 52 kilómetros escasos que separan ambas localidades en 2 horas y 10 minutos. Este pequeño tren, que nació con fines de transporte minero en 1916 y que recorrió su verde ruta hasta 1956, facilitó el movimiento en la zona de miles de pasajeros y mercancías e incluso fue utilizado con fines contrabandistas. La población le apodó cariñosamente el Tren Txikito y para que pudiese desarrollar su labor fue necesaria una fuerte adecuación del recorrido abriendo túneles y levantando puentes que crearon un camino que hoy en día podemos disfrutar a pie o en bicicleta y que es muy frecuentado. Si queréis saber más sobre este viejo tren de cuento podéis mirar en Ondaregia, la página de Víctor Manuel Egia Astibia en donde encontraréis el porqué, el cómo, el cuándo y el por dónde del Tren Txikito.

Nosotros, como digo, tomamos la vía verde en Santesteban dejando el río Bidasoa a nuestra derecha y los verdes campos a nuestra izquierda, el paseo es un regalo para los sentidos, el río baja manso y ancho, las orillas están limpias, la vegetación cuidada. A un tercio del camino atravesamos uno de los ocho túneles que el tren precisó entre Bera y Santesteban y a la salida nos sorprendió la ruidosa cascada de agua que una gran presa liberaba. El río a partir de este punto cambió su embalsada paz por un recorrido de rumor y espuma blanca que el agua formaba con las piedras. A nuestra izquierda rebasamos algún que otro caserío, envidiables y sólidas construcciones en un entorno insuperable. En uno de ellos, para completar el cuadro, tres preciosos borriquillos de cuento pastaban tranquilos y sociables ya que en cuanto me vieron acercarme a la valla para hacerles unas fotos se acercaron, zalameros, a recibir unas caricias.

A los 45 minutos de haber salido llegamos a Sumbilla, disfrutamos de un paseo por sus calles, su puente, su río y tuvimos la suerte de ver la iglesia abierta, lo que nos permitió visitarla. En ella estaban dos seroras, que talmente se llama a las mujeres que cuidan de las iglesias en euskalherría, que nos explicaron uno por uno los santos que figuran en el retablo mayor y en los pequeños que se reparten por el resto del templo, y lo hicieron con una sonrisa, amable y hospitalaria. Gracias.

Tomamos un aperitivo en la terraza del bar del pueblo y volvimos sobre nuestros pasos.

Al llegar a Santesteban intentamos rematar la mañana con otro periflú en alguna de las muchas terrazas que sus calles tienen, pero la afluencia de gente era tal que nos volvimos a Oronoz Mugaire y en el patio de casa sin agobios, ni esperas, ni aglomeraciones dimos cuenta tan ricamente de unas txistorras y unas cañas que nos hicieron ver que la vida tampoco es tan dura.

Sed buenos.

Besos pa tos.

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

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