Las campanas, campanillas, y no digamos cencerros a ganaderos y pastores, nos acompañan desde el sonajero que se da al bebé en la cuna hasta los toques de difuntos que nos dan noticia del fallecimiento de algún convecino. o de uno mismo. La vida en las ciudades y en el medio rural, estaba sometida al sonar de las campanas que en los órdenes social y religioso transmitían un lenguaje siempre lleno de significado. Al parecer, el siglo XVIII fue, según los estudiosos, más que ningún otro regido por el constante sonido de las campanas. A su capacidad para realzar la solemnidad de los eventos religiosos, se sumaron otros toques destinados a comunicar a los cuatro vientos distintos actos sociales o sucesos. Desde ese momento, se hizo necesario establecer un código por el que el pueblo llano pudiera identificar la causa y el sentido, fuera en terreno de la comunicación religiosa como en la social. La voz de las campanas señalaba, antes más, los acontecimientos de la vida de la comunidad, alegres o luctuosos, las fiestas, las tormentas, los incendios, la llamada a concejo, orientaba a las personas perdidas y otros varios casos. Los más dolorosos son los toques fúnebres, el de agonía que hacía saber de quien ha emprendido el último tranco del camino y se tocaba hasta que fallecía, cuando seguía ya el de defunción. Incluso distinguían los distintos toques indicando si era mujer, hombre o niño, o si del pueblo o de los caseríos.

Todo el día

Desde el campanario se llamaba a acudir a concejo, en Elizondo a batzarre hasta hace unos años, al inicio de fiestas, al Angelus (que aún se toca) al amanecer o goizargi ezkile, al mediodía y al atardecer, o illun ezkile, que marcaba el fin de la jornada laboral. En la parroquia elizondarra de Santiago Apóstol existe campana que se llamaba “del batzarre”, convocaba a los vecinos y era condición inexcusable que se hiciera así ya que, en caso contrario, se podían impugnar los acuerdos adoptados. Ya no se sigue esa norma, y la cuerda que hace sonar esa campana cuelga ahora inerte recogida en un nudo a la derecha en la parte trasera del templo. Las campanas llamaban, llaman, a los fieles a los diferentes actos y oficios litúrgicos (rosarios, vísperas, misas...) o simplemente, como ya se dice, a la oración particular, al alba, a mediodía, al anochecer o las Abemariak de otro tiempo. No digamos en los conventos religiosos, donde la vida transcurre estrechamente unida al toque de campanas llamadas Prima, Tercia, Sexta, Nona y Completas que eran horas “menores” y los de las horas “mayores”, las de Víspera, Maitines, Laudes y Tercia. En un tiempo, se recuerda que, en el desaparecido y llorado Colegio de Lekaroz, uno de los castigos que se aplicaban era el de “ir a la campana”.

El escudo de armas de Amaiur está formado por una campana que simboliza el estado de alerta de los vecinos. Picasa

La disciplina era férrea, la acostumbrada hace sesenta años y al alumno castigado se le despertaba a la hora de los padres capuchinos, las cinco o seis de la mañana, y se le enviaba al campanario donde debía permanecer el tiempo estipulado, ¡incluso en invierno y a temperaturas bajo cero!. En la memoria siempre un amigo excolegial ya fallecido, que cuando se alojaba en Elizondo siempre pedía la habitación “donde mejor se oigan las campanas”, quizás recordando su tiempo tan feliz en el Colegio de Lekaroz. Por el contrario, el amigo que le acompañaba solicitaba todo lo contrario porque “me despiertan a cada rato”. En efecto, la campanas de Elizondo dan los cuartos, la media hora y la completa, lo que a algunos nos agrada y a otros no. De todo hay en la viña del Señor. Asimismo, en un pueblo de Baztan “de cuyo nombre no puedo acordarme” ocurrió a raiz de la elección de un vecino como alcalde que el sacerdote, que ejercía de párroco aunque no lo era, le dijo que debería encargarse de tocar las campanas todos los días al amanecer. El recién elegido se negaba a ello, lo que originó un breve conflicto en la localidad que no fue a mayores al decir la serora que ella se ocuparía del asunto.

Alerta

Antaño, los campanarios tenían una clara misión defensiva como torre atalaya de la ciudad o castillo, hasta que, poco a poco, se instalaron en la vida de la comunidad. En el caso de la histórica villa de Amaiur, su escudo de armas está representado por una campana, que simboliza el estado de alerta permanente de los vecinos, tantas veces agredidos por ejércitos como lugar estratégico que era. Las campanas simbolizan la armonía universal y la comunicación entre el cielo y la tierra, y también se les atribuye el poder de entrar en relación con el inframundo. Su sonido se creía que tiene un poder purificador, capaz de alejar las malas influencias, y, según la mitología cristiana, la campana tiene el poder de hacer invencibles a quienes luchan contra el mal. Hace poco se declaró el toque de las campanas como Bien Inmaterial de la Humanidad, proclamando su hondo significado y su valor espiritual en este mundo nuestro tan áspero y sordo a los “sonidos del espíritu” y a las “músicas” de la concordia y la solidaridad. En las ciudades grandes, en este tiempo que vivimos de prisas, barullo y no poca confusión, es difícil escuchar el toque de las campanas, lo que sí podemos disfrutar en nuestros pueblos, en el medio rural, “porque es símbolo permanente del entendimiento entre los hombres y mujeres de buena voluntad”, como se acaba de leer a José L. Rozalén Medina, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y es opinión que se comparte plenamente.