Las calles estrechas y empedradas; un puente medieval que atraviesa el río Anduña y 150 casas de piedra con los tejados de pizarra. Salvo por el paso del tiempo y los avances tecnológicos que han modificado simbólicamente el paisaje, no hay mucha diferencia entre la Ochagavía de 1924 y la que se puede visitar en la actualidad. Por esta razón, los vecinos del pueblo han aprovechado esta estética rural para regresar al pasado a través del festival Orhipean, en donde los más jóvenes descubren y los más mayores miran sus recuerdos con nostalgia.
Hace un siglo, mientras las mujeres trabajaban en casa, los hombres se encontraban en la mesa, almorzando, de cháchara y acompañados por puros y uno botica de vino. Pero “ahora todos comemos a la vez”, ha exclamado Txaro Elizalde, vecina del pueblo, mientras le han dado un bocadillo de panceta. A las 8.30 horas, un grupo ha empezado con la matanza del cerdo para que, a la hora del almuerzo, todos pudieran degustarlo. “Antes, esto era una labor que se hacía en todas las casas de Ochagavía. Como del cuto se aprovecha todo, estamos preparando morcilla, chorizo, jamón y longanizas”, ha exlicado la vecina.
Por las calles se ha visto a distintos grupos de mujeres que convertían la lana en madejas de hilo con el que después las costureras, como Clara Goyeneche Landa o Lourdes Cía Sagardoi, bordaban mandarras o hacían ganchillo para los críos. Y, entre tanto, iban contando la historia de su pueblo: “En 1793, nos invadieron las tropas francesas y destruyeron 182 casas y 52 bordas. La gente se mudó a los alrededores y, años después, volvieron para reconstruir el pueblo”, ha contado Clara.
Por otro lado, también ha mencionado que la primera escuela que tuvo Ochagavía fue el salón de reuniones del Ayuntamiento. “Éramos un total de 56 menores en aquellos tiempos”, señaló. Y, precisamente, fue allí donde ambas aprendieron a coser. A pesar de que ahora no lo necesiten, debido a que hay máquinas que producen más rápido, “seguimos haciéndolo cada día. Antes, porque no teníamos ni televisión ni internet, y ahora porque nos hemos dedicado toda la vida a esto”, ha apuntado Lourdes.
En una de las casas próximas al río Anduña, Isabel y Mari Carmen Rekalde y Margarita Eseberri se han aprovechado de una máquina de coser de pedal para arreglar los bajos de los pantalones, aunque “se hacía de todo; combinaciones con sábanas, ropa interior, faldas para las niñas, jerséis, etc. A nosotras no nos compraban nada, todo era casero y hecho a mano”, ha recordado Isabel.
Los txikis han mirado a Margarita e Isabel con curiosidad, tal y como ellas lo hacían. Incluso, hubo algunos que, como ellas, se acercaban para tocar la máquina: “Nuestras madres nos chillaban si las usábamos, pero nos daba igual”, ha rememorado entre risas Isabel.
Con los ojos de un niño
Han sonado las campanas. Era la hora de que los niños entraran a clase. “Hoy va a ser un día muy duro de escuela. Recordad que la primera condición para aprender es atender”, ha dicho el maestro nada más entrar al aula. Los chavales no tenían más de ocho años; de vez en cuando dejaban de hacer caso y, si el profesor se percataba, les pegaba con la regla en los dedos o les obligaba a sujetar grandes libros con los brazos estirados.
Entre todo este espectáculo, había un hombre sentado en una esquina que escuchaba aquello como si tratara de aprender todo cuanto en su día no pudo. Era José Javier Sancet, un vecino de 88 años que ha vivido “de todo. He ido con pastores, a remar la almadía, a trabajar con layas... Todo cuanto se ve, lo conocí en mi juventud”, ha asegurado. Y, a pesar de que, como Clara y Lourdes, estudió en el Ayuntamiento, su experiencia fue “muy mala. Me aprendí los verbos de memoria, pero no sabía escribirlos”, ha contado. Y aunque la vida fuese dura entonces, a veces hay que volver a las viejas costumbres para que gente como José Javier puedan mirar a su pasado con los ojos de un niño.