Pilar Ruiz Castillo, un siglo de vida en Olite
Natural de Olite, celebró el 6 de abril su centésimo cumpleaños junto a su familia en la Residencia del Santo Hospital de Tafalla - Acudió a felicitarla el Alcalde de la localidad, Iosu Etxarri
Si retrocederíamos cien años en la línea temporal nos plantaríamos en un Olite bien distinto al actual. Fue justamente en 1925 cuando el Palacio Real, uno de los edificios más emblemáticos de Navarra, fue declarado Monumento Nacional. Aquel año, también, nació Pilar Ruiz Castillo, que el pasado 6 de abril celebró su cumpleaños en el Santo Hospital de Tafalla, donde reside actualmente. Acudió a felicitarla el alcalde de Olite/Erriberri Iosu Etxarri, y también lo hizo una representación del Ayuntamiento de Tafalla dos días después. Cuando le preguntamos sobre su deseo de cumpleaños respondió: “Que se pase de una vez, que de tanto aprecio creo que me voy a destemplar”.
Un tesoro de memoria
Charlando con Pilar nos damos cuenta de que la memoria es un tesoro y su testimonio es una estimable lección contra lo efímero y la inmediatez. Cuando Pilar era niña no había electrodomésticos, las mulas servían de auto, los caballos de tractor y la verdura venía del huerto, no del supermercado. Una vida sencilla, laboriosa, unida al amor y a la fe que hoy en día resulta increíble. Pilar conoció el hambre, pero también una solidaridad que se ha perdido “ahora que todos somos ricos”, según ella.
Estudió en las Monjas de la Caridad, donde recuerda jugar con sus amigas al enque, las tabas, la chiva, los cromos, las almohadillas… Un entorno inocente rodeado de la miseria con la que la mayoría de habitantes convivía. “Mi madre, la pobre, se quitaba de la boca para dármelo a mi”, cuenta Pilar. Según ella, eran pobres “como todo el pueblo, salvo cuatro o cinco ricos que nos dominaban a todos”. Recuerda que en casa pasaban hambre, pero no dudaban en dar un bocado a quien todavía lo sufría más o de cuidar a quien caía enfermo. La solidaridad vecinal llenaba el vacío de aquella sociedad tan clasista y austera.
La guerra
“Recuerdo que los frailes franciscanos, tras comer ellos, sacaban una olla de comida para los que hacían cola. Remediaban a mucha gente que iba con sus cazos, se le llamaba la folla”, relata Pilar, aunque el peor recuerdo de su vida es, sin duda, la guerra. A pesar de que no tocó a su familia, le vienen imágenes de aquellas desdichas: “Mi suegro, que era un hombre muy bueno, de mucha fe, escuchó cómo fueron a buscar a su vecino. ‘Baja que venimos a por ti, le gritaron. Lo montaron en un camión y lo llevaron a matar a las afueras. Años más tarde, un día que mi marido estaba carreando se le asustaron los animales. Al bajarse vio allá a tres hombres patas arriba. Lo hicieron unos del pueblo, que se creían más hombres por hacerlo. ¡Qué horror! La guerra es matar y devorar, no se puede pedir cosa peor”, opina.
Pero también disfrutó, como pudo, de los festejos de entonces, como Santa Brígida, celebración que hoy en día a adquirido una dimensión más festiva que eclesiástica. “De mocetas, para ir a la ermita las madres nos ponían un pucherico de arrozada, y una vez en la capilla estábamos un ratico, nos la comíamos y pa’ casa. Ahora allá se hacen unas farrotas… ¡Que no falta de nada!”, narra Pilar.
“Antes éramos muy pobres, pero mucho más solidarios. Tenemos que querer más, que eso se está perdiendo”
La mejor mueta
Llegada la juventud, su difunto marido Demetrio Sada iba a cortejarla a casa al salir del trabajo. “Yo lo esperaba asomada por la ventana y cuando lo veía llegar, bajaba”, rememora. “Buenas noches, ¿qué tal el día?, ¿ha llovido eh?… - así andábamos, aunque algún que otro beso se escapaba. A su mente vienen los bailes en el Furjencín, donde el actual Bar Orly. “Cuando bailábamos en la plaza le gritaban a mi marido ‘hala Sada, te llevas la mejor mueta del pueblo’. Eso lo he oído yo varias veces, así que algo tendría”.
Una vez casada trabajó en la sastrería de Vicente Lorenzo Angulica. “Allí cosí más que una máquina”, asegura. Hacían pantalones, tabardos, abrigos, trajes… También le tocó echar más de una mano en la vendimia o la cosecha y, como no, se volcó de pleno en el cuidado de la familia. La llegada de sus hijas, Aurora y María Ángeles, son el mejor recuerdo de su vida. “Eso fue un regalo de Dios”, asegura. Hablando de como ha cambiado todo, no duda en decir que estamos ante la noche y el día, sobre todo en el tema religioso. “Con la fe que ha habido en mi familia… Ahora hablas de eso y yo creo que se ríen, pero yo no quiero perderla hasta morir. Cuando muera, suponiendo que allí no haya nada, ¿qué he perdido con tener fe? En eso hemos ido a peor, pero en lo demás a mejor mil veces. Ahora se vive como reyes, a los jóvenes no les falta de nada, tienen salud, dinero y amor”, incide.
Por último, cuando le preguntamos qué deberíamos aprender del pasado, responde que “a querernos más y a apoyarnos como personas, que de eso ahora hay poco”.
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