azpilagaña - Cada vez que salía de gira, en tiempos en los que los viajes comenzaron a volverse más continuos y lejanos, Luis Morondo (Puente la Reina, 1909-1983) encendía siempre en su parroquia de San Lorenzo una lámpara votiva. “La apagaba él mismo cuando volvía, para que el santo les protegiera mientras estaban fuera. Fue una costumbre que mantuvo durante años”, cuenta Carlos Morondo, hijo del compositor, director y fundador de la Coral de Cámara de Pamplona.

Su familia recibió ayer, como homenaje al recuerdo y a su legado, el Pentagrama de Honor en el marco de la segunda edición de la Semana de la Música de Azpilagaña, que llenó los bancos de la iglesia San Raimundo de Fitero. El acto, organizado por la comisión de fiestas del barrio, contó con un concierto de la agrupación, que lleva a su fundador en el corazón y puso el broche con su Agur Jaunak, emblema de Morondo además del Arrano Beltza, dos joyas que siguen estando muy presentes y arraigadas en la tierra que le vio nacer.

Relata su hijo que Morondo entró a cantar en el coro de Puente la Reina, donde nació, y el sacerdote que estaba entonces “le puso enseguida de director, cuando no llegaba a los 12 años. Fue pianista en otro coro con 14 años y de ahí hasta Castro Urdiales, donde dirigió la coral, por eso allí también hay un grupo de viviendas que llevan su nombre”, matiza, orgulloso, en la calle principal del barrio que también lleva su apellido. Después “llegó la guerra y tuvo que volver a Navarra como pudo, contaba muchas historias...”. Fue tenor del Orfeón Pamplonés, pasó a subdirector y más tarde a director, en tiempos en los que ya había sentido esa necesidad, “el gusanillo”, de fundar su propio coro, uno que cantara la música de los siglos XVI, XVII y XVIII. Su hijo Carlos, el mediano de los tres, nació en 1946, año en el que la Coral de Cámara de Pamplona ofrecía su primer concierto bajo las órdenes de Morondo.

“Y consiguió recorrer el mundo entero con un coro amateur, porque por aquél entonces ninguno era profesional: era un problemón organizar los conciertos y las giras cuando comenzaron a ser reconocidos porque no podían tener sus vacaciones, si faltaba uno se iba todo al carajo, eran indispensables”, bromea.

carrera internacional En pocos años, la coral se erigió como agrupación vocal referente en el panorama nacional e internacional y realizó giras por Europa, África y América para participar en los Festivales Internacionales y salas más importantes del mundo. “Pero mi padre era puentesino por encima de todo: le ofrecieron dirigir una orquesta en Washington hace muchísimos años, incluso estuvimos toda la familia aprendiendo inglés con unos discos que nos dejó algún amigo suyo. Pero a los tres meses dijo que no se veía tan lejos de Puente y no quiso saber nada”, recuerda Carlos con una sonrisa.

Él le define como una persona “muy recta pero cariñosa, amante de la familia, que siempre era lo primero. Se habla muy poco de su mujer, Marichu Yárnoz, pero era la que le apoyaba y le empujaba en todo para que él hiciera lo que quería, ser músico”. Para ello, explica su hijo, tenía que hacer también cosas que “no le gustaban demasiado”, como trabajar en la Vasconavarra. De 8.00 a 15.00 horas, y a partir de las tres “la tarde era toda música: si no estaba haciendo partituras estaba ensayando, porque ensayaban en casa -revela-. De hecho, cuando estaba haciendo la carrera no podía empezar a estudiar mis asignaturas hasta las doce de la noche, porque eran las once y todavía estaban de ensayo”.

De esa época, con la calle Zapatería de Pamplona como telón de fondo, cuando vivían en pleno centro de la ciudad, conserva con mimo estampas que todavía le emocionan. “Le encantaba estar rodeado de la familia. Los desayunos en verano eran increíbles, viajaba mucho y siempre traía alguna fruta que había visto fuera, las conseguía. Y en Sanfermines venía siempre con los churros de la Mañueta”.

Tras su fallecimiento en 1983 el Ayuntamiento de Pamplona rindió a Morondo un sentido homenaje, además de concederle la Medalla de Oro de la Ciudad, por su aportación al renacer cultural gracias a una pasión y calidad personal y artística que mantienen hoy toda su vigencia, un legado que sigue llenando de orgullo a los pamploneses y a su familia. “Que 35 años después de fallecido le sigan recordando así para nosotros es precioso”, confesaban ayer.

Porque él -que puso música al Misterio de Obanos, defensor también del euskera en el que escribió muchas de sus partituras, firmadas algunas hasta con tres pseudónimos-, tenía algo especial. “Cogía una melodía, la metía en su cabeza hasta dominarla en todos sus aspectos y luego la transmitía al coro. El Arrano Beltza fue especial, algo en lo que se empeñó y a lo que dedicó mucho tiempo, pero había muchas...”, revela Carlos, que asume que la canción que su padre llevará siempre en su corazón, igual que él, es el Agur Jaunak. “Es muy emotiva, me dan escalofríos cuando la escucho. Estuve estudiando en Bilbao y cuando venía la coral la gente se levantaba y lo escuchaba de pie”, algo que muchos, como saludo y como símbolo de respeto, todavía hoy hacen.