Cuando nos llega el áspero eco de los niños de la guerra, damos por hecho que se trata de los más de treinta mil menores hijos de republicanos y nacionalistas que, entre marzo de 1937 y octubre del 38, fueron evacuados de la Guerra Civil Española. Sin embargo, hubo otros muchos que tuvieron que hacer el camino inverso. Es el caso de los más de cuatro mil niños y niñas austríacos y alemanes que a partir del invierno de 1949, llegaron a nuestro país huyendo de una Europa que se había precipitado por el abismo de la Segunda Guerra Mundial.

En plena autarquía franquista, España no estaba para muchos festejos, pero hacía una década que la pesadilla bélica había terminado y, ante la reciente geopolítica de bloques, el país, esta vez sí, se alineó del lado de los Aliados. Este nuevo giro favoreció el Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos pactado por Cáritas Internacional y el Auxilio Social, institución benéfica española puesta en marcha en 1937, para que algunos menores procedentes de un continente devastado por el conflicto mundial, pudieran recobrar su salud física y emocional en familias de adopción, aunque fuera por un breve período de tiempo.

La partida

La partidaDe los vagos testimonios de los niños que aún viven y de las escasas noticias halladas, esta remota experiencia comenzó a las 10 am del 18 de febrero de 1949. A esa hora, medio millar de menores entre los 6 y los 12 años se agrupaba en uno de los andenes de la Westbahnhof de Viena para viajar a España, acompañados por el padre escolapio Raimund Edelmann, tres inspectoras de Cáritas Austria y una veintena de ayudantes. Además del frio glacial, la expresión de aquellos chicos desvelaba tristeza e incertidumbre, pero también el alivio de dejar atrás un país sembrado de escombros. Con un letrerito identificativo al cuello y una pequeña maleta, los niños se despidieron de sus padres en un adiós desconsolado, aunque temporal.

Ilse, Inge, Hermi, Erika y Eva en el día de su Primera Comunión.

En tiempos de posguerra, el trayecto ferroviario de un extremo al otro de la maltrecha Europa se había convertido en un serpenteante laberinto bajo control de las tropas aliadas, al menos hasta cruzar la línea Semmering que delimitaba el sector soviético. Después de rodar tres días y tres noches por los raíles de medio continente, el convoy, con 497 menores a bordo de unos vagones de tercera, atravesaba la frontera de Irún a las 21:40 del 20 de febrero para, tras un ligero tentempié en la estación, cambiar de tren y reanudar viaje hasta Pamplona, final de trayecto, donde llegó a las 3:00 de la madrugada. Devorados por el cansancio y desorientados por el extenuante periplo, los menores fueron llevados en autobuses al Hogar Santa María la Real, en el Colegio Menor Ruiz de Alda, hoy Fuerte del Príncipe del Estadio Larrabide, donde se alojaron provisionalmente hasta que sus familias de acogida, venidas de todo el Estado, los fueron poco a poco recogiendo, si bien algunos de ellos se quedaron en Pamplona y en otras localidades navarras, atendidos por los nuevos padres adoptivos que los integraron entre los suyos como uno más durante los nueve meses que abarcaba esta iniciativa solidaria, breve período de tiempo que, pese a todo, marcaría un recuerdo indeleble en sus memorias.

La llegada a Pamplona

La llegada a PamplonaDías atrás me contaba Peter Hochholzer, un efusivo vienes que llegó a Pamplona en ese primer convoy con 8 años de edad, y con el que tengo el privilegio de comunicarme, que conserva un difuso recuerdo de su llegada al Fuerte del Príncipe. "Creo que era un convento, allí estuve dos días. Por suerte me quedé en Pamplona, en un piso de la Av. de Zaragoza". Puede que la idea del convento proceda de las imágenes religiosas que ornamentaban el centro, entonces gestionado por el Auxilio Social, entidad de inspiración nacionalcatólica. De hecho, de las siete expediciones organizadas entre 1949 y 1951 que trasladaron a España a 4.000 menores, sólo una de ellas fue de niños alemanes. Al principio este hecho se atribuyó a trabas burocráticas, pero lo que primó fue la religión de los organizadores. Austria era un país católico, mientras que Alemania era protestante.

De los pequeños aventureros que se quedaron en Pamplona, quizá lo más destacado fuera las palabras de sorpresa y gratitud. Pero en esas fechas turbulentas, el hambre era su herida más profunda. Además, desconocían la mayor parte de los alimentos meridionales.

Irmgard Zsucha, entonces una niña de 9 años, recuerda: "Yo estaba fascinada con la comida y con el hecho de que, cada vez que nos sentábamos a la mesa, siempre había pan". Otros no tuvieron un comienzo tan exitoso, como le ocurrió a Huberta Langer, vienesa de 10 años: "Me gustaba toda la comida, salvo los mariscos y el arroz amarillo. Las gambas y los cangrejos me parecían seres misteriosos salidos de un cuento de hadas". Incluso algunos llegaron a provocar algún que otro malentendido a causa del idioma, como Gerhard Grasl cuando, a sus 9 años, se le ocurrió pedir a sus padres adoptivos "butter", o sea mantequilla, muy común en la dieta germana. El problema es que su pronunciación es similar a "puta", lo que debió causar una honda impresión en su familia española, seguramente de hondos principios cristianos.

Con todo, para estos jovencitos el idioma no resultó ningún problema, todo lo contrario, llegaron a manejar el castellano con fluidez a los cuatro o cinco meses. Por el contrario, de regreso a sus países algunos de ellos se vieron forzados a repetir curso al haber olvidado el alemán, lo que revela que la arquitectura de una lengua se levanta sobre sólidos cimientos emocionales, aunque a veces prime la necesidad por encima del sustrato afectivo, es lo que le sucedió a Irmgard Zsucha: "Cuando paramos en Barcelona, hicimos noche en un gran dormitorio con otros niños y allí aprendimos nuestra primera palabra en español: váter".

Pero la imagen que más ha perdurado en la retina de estos chavales es el recuerdo de las fiestas de San Fermín, una fascinación casi onírica para unos menores que habían dejado atrás los desastres de la guerra mundial. A sus 81 años, Peter Prusa lo verbaliza de este modo: "Grandiosos y emocionantes los Sanfermines. Me interesaba todo y con curiosidad miraba a todas partes. Cuando cumplí los 18 años, volví a Pamplona con mi hermano y corrimos en el encierro". Setenta años después, Martha Haider dice: "Me acuerdo mucho de las fiestas de San Fermín. Llevábamos (ella y su hermana Monika) vestidos blancos, fajas y pañuelos rojos. En la calle danzaban los gigantes y cabezudos y también fuimos a una corrida de toros".

Peter Hochholzer (derecha) con Hans, un compatriota, en los Sanfermines de 1949.

Hace poco escribí un correo al amigo Peter Hochholzer, comunicándole que este año tampoco celebraremos los Sanfermines. Entre pandemias víricas, ciberataques masivos y la fragilidad de un mundo algo desnortado, ojalá sea cierto eso de que no hay mal que cien años dure.