i bien ayer era la festividad de San Miguel, el santuario de Aralar presentaba un aspecto muy diferente al habitual este día, cuando miles de personas se encomiendan al arcángel por fe y tradición. Pero este año toca evitar aglomeraciones. Así, con el fin de evitar colapsos y que las personas devotas de San Miguel pudieran asistir a la celebración de manera escalonada, se organizó una novena. Ayer se oficiaron en el santuario seis misas, con el aforo de 150 personas completo, además de otra en la parroquia de Uharte Arakil. “Pretendíamos que la gente no se concentrara hoy y se ha conseguido”, observó Mikel Garciandía, capellán de Aralar.

Lo cierto es que ayer no hubo problemas para aparcar ni tampoco se formaron grandes colas para venerar a San Miguel, ritual que también se ha tenido que modificar por el coronavirus. En vez de besar la imagen ahora se realiza una inclinación de cabeza al tiempo que la persona que porta la efigie de San Miguel hace la señal de la cruz.

Día grande del santuario, ayer se consagró el altar prerrománico de la segunda iglesia de San Miguel. “Durante mil años ha estado ahí, hasta los años 70 cuando con la reforma litúrgica se sustituyeron por otros de madera”, explicó Garciandía. Así, el viejo altar de piedra arenisca llevaba 50 años guardado en Lakuntzetxe. Aprovechando las obras que se están llevando a cabo en este edificio anexo pensaron en reponerlo a su sitio original sobre una base similar a la que sujeta el retablo de esmaltes. “Es un altar para estar exento. En el siglo XII se puso la norma de la liturgia orientada al este pero hasta entonces era como ahora, con los curas y el pueblo alrededor del altar”, observó el capellán.

Pero cada vez que se mueve un altar debe ser consagrado, ceremonia que realizó en la misa mayor el Arzobispo de Pamplona Francisco Pérez junto con dos canónigos de la catedral, José Antonio Goñi Beasoain de Paulorena, maestro de ceremonias, y Aurelio Sagaseta, maestro de capilla, además de curas de la zona. Fueron cuatro ritos. El primero fue la unción con el crisma, un aceite especial con bálsamo que el arzobispo extendió y frotó por toda la superficie del altar. En la segunda puso carbón sobre un peletero y echó incienso. El tercer rito era vestir el altar, es decir, poner los dos manteles y las flores, y por último, iluminarlo con dos velas.