se lo advierto: habrán de elegir un momento en que no les flaquee el ánimo para acudir a la proyección de esta película, puesto que el filme de Michael Haneke es áspero como pocos y rezuma dureza, incluso lacerante, en su excesivo metraje de dos horas y media. Pero, precisamente por eso, el visionado de La cinta blanca resulta toda una experiencia; por eso y también porque esta disección de los orígenes del nazismo, en el marco de un pueblo protestante de la Alemania de 1913, refleja cómo un ambiente reaccionario, con los aditamentos de una moral rígida y un puritanismo hipócrita, puede minar los cimientos éticos de una sociedad hasta convertir a inocentes infantes en monstruos, extinguiendo en esa colectividad cualquier vestigio de civismo y de respeto al diferente. Un argumento llevado al extremo, cierto es, pero que en algunos aspectos tampoco dista tanto de ciertos criterios que defienden los más acérrimos partidarios de recuperar aquella educación de antes; de ese significativo sector que clama por una instrucción férrea, donde el resultadismo curricular, enmascarado bajo el eufemismo de la búsqueda de la excelencia, se anteponga a la propagación en las aulas y los hogares de los valores más puramente humanistas -no confundir con religiosos-, entre ellos el reconocimiento de la diversidad. Me van a permitir la licencia de que hoy agradezca humildemente sus impagables oficios a esos docentes refractarios a que la letra con sangre entre. Sobre nosotros los padres y las madres, sobre tanta falta de compromiso con la educación de nuestros vástagos confiándolo casi todo a los enseñantes, mejor me extiendo en otra ocasión.