LA mía era un bicicleta de color verde de barra baja. Resplandeciente, con el brillo embelesador de las cosas nuevas. Me la entregó el mismísimo Baltasar a través de la ventana de la cocina de una vivienda de planta baja que daba a la calle. El rey asomó allí de súbito, después de dar unos golpes escandalosos en las hojas de madera para llamar la atención. Era la primera vez que se me aparecía en carne mortal. Luego repitió durante unos años, incluso en el papel de Melchor, hasta que duró el secreto. Y terminó la magia. La bici salió de la nada o eso pensaba yo. Imagino que estaba más asustado que alucinado, aunque esta palabra no la conocía entonces. Después de los besos de rigor, corrí a lavarme la cara. Baltasar desapareció como vino. Imagino que pasó a la granja que había enfrente de casa para atender las peticiones de sus cuatro niñas. La bici llevaba dos rueditas adicionales para mantener el equilibrio, pero si entonces me dicen que rodaba sola, me lo creo. Las cubiertas eran muy negras y muy limpias, y los radios, radiantes. Una joya. Para la mayoría de los niños de mi generación, era el regalo más codiciado en Reyes. La primera petición en una carta que previamente habían engullido los leones del edificio de Correos. Y el día 6, aunque hiciera frío, había que exhibir el regalo. Ayer miré por la ventana y no vi ninguna bici en la plaza, quizá porque las prioridades de los críos van por otros derroteros o porque ya no es un artículo infantil de primera necesidad. Miré por la ventana y el cristal me devolvió la imagen de Baltasar con aquella bicicleta verde...
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