Mi madre desarrolló una rara habilidad para quitarse una zapatilla a la carrera y, a la pata coja, alcanzar el objetivo de su enfado sin tener que lanzarla como una guerrera masai. El objetivo, por lo general, era mi culo o la parte posterior del muslo, según quien de los dos estuviera más rápido de reflejos. De esos azotes me llevé un montón. Los chicos de mi generación conocimos mucho de cachetes y castigos, que debía ser la forma de educarnos entonces a falta de mejores métodos pedagógicos; de hecho, el castigo escolar no estaba ni mal visto ni censurado y en la escuela cobrábamos por hablar, mandar cartas a las chicas o fumar a escondidas. Y si lo contabas en familia era peor porque recibías ración doble. Pese a esas medidas disciplinarias en casa y en el aula, no nos sentimos, por lo general, niños maltratados ni muchos menos; al contrario, salíamos resabiados porque había que tener ingenio para hacer una trastada y quedar indemne. Nada que ver con ese padre de Pamplona juzgado por dar una paliza a su hija por llegar tarde a clase. Es más, con un sistema de educación más desarrollado, hemos pasado a los extremos: a niños que agreden a sus padres o maestros, y a progenitores que maltratan con verdadera saña a sus críos. Y también a una sobrevigilancia en la que hoy uno de aquellos zapatillazos maternos acabaría en los servicios sociales.
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