el bar estaba en lo alto de la subida a la catedral, en el 27 de la calle Curia para ser preciso. Quizá por eso, antes de denominarse Ttutt se llamó El quinto pino.
El local se alejaba mucho del lustre del Café Iruña, pero eso importaba poco para los que no teníamos el hábito de tomar chocolate con churros en vajilla de porcelana. Pese a ello, su reducido espacio aún le permitía apilar seis o siete televisores de saldo, encaramados unos encima de otros sobre una estructura a punto de caerse al primer estornudo, que casi siempre emitían un batiburrillo de imágenes dislocadas, ya fuera un concierto autóctono o una algarabía callejera, en todo caso vídeoparanoias capturadas por la cámara de Pinzolas o de Manolo Gil. Ese día el bar no estaba muy concurrido, tal vez porque era más de medianoche de un día cualquiera, o porque arreciaba alguno de aquellos largos inviernos de mitades de los 80.
Para atemperar mi insomnio yo solía barajar dos alternativas, una, tirar de somnífero; la otra, darme un garbeo nocturno por el chino, del Corners al Mesón, de éste al Ttutt y de ahí a la piltra. Opté por la segunda. No es que fuera la mejor, tampoco la más aconsejable, pero hay días en los que uno necesita que le dé el aire y, sobretodo, cruzarse con gente.
Entré, me acodé al comienzo de la barra, le pedí una cerveza a Iosune y, por el mismo precio, algo de música que valiera la pena escuchar, si no era mucho exigir.
Con una sonrisa a medio esbozar, la chica retiró el vinilo -sonaba uno de esos grupos locales que pululaban por la ciudad sin el menor sentido del ridículo- y, en su lugar, colocó en el plato una ración de los Clash. Cuando los primeros acordes de London calling empezaron a rodar, mi estado anímico mejoró notablemente, y mis oídos supongo que lo agradecieron.
En el momento en que me emboquillaba un Ducados, se me acercó el Fonta -su oficio consistía en emplomar tuberías, aunque nadie le había visto jamás empuñar una herramienta-. Con cara de espasmo, que era la que habitualmente gastaba, y una voz espesa, se dispuso a referirme alguna de sus neuras recurrentes, al menos eso creí.
-Eh, tío, qué pasa? Oye, ¿has visto al pavo ese de allí? aquél? el raro? el que está largando con el Pinzolas?
-No me suena. ¿Qué vende? -contesté mientras me encendía el cigarrillo.
-El nota, tú?, que dice? que viene del futuro.
-Del futuro, eh -asentí sin prestarle mucha atención-. ¿Y qué se cuenta?
-Nadie lo conoce. Va?, sale del váter ¿no? y, sin más ni más, empieza a soltar a la peña no se qué del milenio que viene y movidas así?
-¿Y qué tiene eso de raro? -dije-. Del zambullo del Ttutt puede salir cualquier cosa.
-Vale. -insistió-. Pero es que el jambo dice que viene del año dos mil no-se-cuántos, que todo lo que hay allí no es más que porquería? calamidad? mierda... Vaya, que hasta el Papa debió decir que el mundo se había convertido en un depósito de basura, tú...
A pesar de la empanada que el Fonta arrastraba, no impidió que mi curiosidad buscara con la mirada al sujeto en cuestión. Y sí, lo cierto es que parecía sacado de una fotografía anacrónica. En ese instante, el tipo hizo amago de marcharse. Cuando pasó a mi lado, calculé la edad, debía rebasar la treintena y puede que su porte fuera algo sofisticado para el lugar y la hora. Enfundado en un impermeable de hule negro sin botones y una especie de fular anudado al cuello, tenía el pelo oscuro, escaso pero bien cortado y un careto difícil de olvidar. El menda se asemejaba a un maniquí de los Kraftwerk.
-Pues eso? -seguía salmodiando el Fonta-, que dice el pavo no-se-qué de unas redes sociales, de la miseria, la gente emigrando de un lado a otro, del saqueo de los poderosos?
-Tú tranquilo -dije apurando mi botellín-, cuando nosotros lleguemos allí seremos dos venerables abuelos, eso? si no nos han dado antes la extremaunción. Venga, que me abro-. Deposité dos libras en la barra, propina incluida, y me despedí del Fonta.
Cuando salí del Ttutt, todavía vislumbré luces en el Lancelot, del que trepidaba un rumor turbio y las ráfagas eléctricas de Ace of Spades. El Temple y el 69 ya habían chapado. Giré a la izquierda para encauzar Calderería cuando, a cierta distancia, lo vi. El tipo se había detenido en mitad de la calle, a la altura del bar El 10. Me pareció que escrutaba los edificios del mismo modo que lo haría un arqueólogo ante una acrópolis desconocida o uno de esos pirados por la arquitectura, ensimismado en los detalles ornamentales de la calle como si rebuscara con su memoria visual algún vestigio recóndito. Cuando me aproximé, nuestras miradas se cruzaron. El hombre, con un cigarrillo en la mano, me hizo un gesto casi de súplica.
-¿Me das fuego, por favor?
-Claro? -contesté mientras echaba mano de mi mechero. A su vez, éste sacó su paquete de tabaco y me ofreció uno. Lo acepté. Por lo visto, en el futuro no habían sido aún capaces de erradicar algunos malos hábitos. Aunque no se detuvo ahí mi curiosidad?
-Perdona? pero? me ha hecho gracia lo que decían en el bar, que venías de lejos. ¿De qué va ese rollo?? -pregunté con el interés de un párvulo impertinente.
El sujeto sonrió, pero luego, adoptando una expresión de desolación, dijo...
-Verás? era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Poseíamos todo, pero no teníamos nada. Caminábamos hacia el cielo y nos extraviamos por el camino opuesto...
-Hostia tú, vaya pico de oro -le interrumpí-. ¿De dónde te sacas todo eso??
-En realidad, no es mío. Es Historia de dos ciudades.
-¿La historia de dos ciudades? ¿De cuáles?? -quise saber.
-Es una novela del siglo XIX. Charles Dickens. Bueno? se me hace un poco tarde. Me tengo que marchar -se disculpó-. Ah, y gracias por el fuego.
-A ti, por el cigarro -dije mientras observaba cómo se perdía calle abajo, en dirección a San Agustín, hasta desaparecer con la opacidad de la noche.
Durante un rato me quedé entumecido, incapaz de reaccionar, no sé si por la extrañeza del encuentro o por el frío que caía a plomo. Nunca pude aseverar qué ocurrió, tal vez fue una jugarreta del Valium, un exceso de cerveza o, probablemente, la mezcla de los dos. Lo cierto es que ahí quedó todo, en esas acrobacias que rizan la memoria y el tiempo.