Todos tenemos un pasado, el licenciado también tenía el suyo. Siempre fue un sujeto poco común, con un singular don de gentes aunque no del gusto de cualquiera. Nunca supimos su verdadero nombre, para nosotros era el licenciado Vidriera, quizá porque tenía cierta maña para escribir (poemas eróticos, cuando no pornográficos), habilidad que compaginaba con el oficio de limpiacristales. Lo primero lo hacía por devoción, lo segundo por penitencia, decía.
Si mal no recuerdo, procedía del sur, y su infancia y adolescencia no fueron un dechado de felicidad. Los padres habían sido testigos de Jehová y, según contaba, aún tenía fresca en su memoria la imagen de ir por las casas con sus hermanos mayores, puerta a puerta, sermoneando la probidad de, en ese entonces, su credo, con un manojo de biblias y folletos que ofrecían a cambio de la voluntad.
Tiempo después, con el ardor juvenil desbocado y un saco de experiencias autodidactas a la espalda, el licenciado soltó lastre, abandonó a su familia y a Jehová y se mudó de latitud. Se vino al norte, a buscarse la vida en la convulsa década de los 90, aún tierra de prosperidad y reivindicaciones. Que yo sepa, el tipo curró en la construcción, de camata, de tendero en el mercado de Santo Domingo? hasta que, pertrechado con una escalera y un cubo, optó por enjabonar escaparates. Y de esa guisa supimos de él, cuando coincidíamos a la hora del vermú en un bareto del Segundo Ensanche de Pamplona, ya desaparecido, todos los que en ese entonces teníamos un negocio en la zona, y donde él solía desbrozar una cháchara locuaz sobre casi cualquier cosa y casi con cualquiera a cambio de un carajillo de ron.
Con la entrada del nuevo siglo le perdimos la pista. Pero, coincidencias de la vida, las pasadas Navidades lo encontré -en realidad fue él quién deparó en mí, en la esquina de Pozoblanco con Comedias-. Había envejecido, ¿quién no lo ha hecho?, pero él parecía haber somatizado en su fisonomía todos los golpes de la crisis. Me pareció consumido, descuidado y hasta descolocado. Su expresión, ahora torva, había perdido el brillo irónico e insolente de antaño y el idealismo que siempre mantuvo, el de un sentimental. Sin embargo, en cuanto dejó escapar las primeras palabras de saludo, comprobé que no se había deshecho por completo de su labia. Eso sí, a mi pregunta de dónde había estado durante todos estos años, me contestó con un lacónico “de aquí para allá”.
De seguido nos metimos en El Pasaje a tomar un café. Quería saber cómo le iba la vida, en qué andaba metido y qué le parecía el cambiazo que habíamos experimentado en estos largos veinticinco años, es decir, el estercolero en el que se había convertido el mundo. Con gesto distraído, esquivó lo primero y se ocupó de lo último. No tenemos remedio? -musitó en tono lapidario, mientras se liaba un cigarrillo de hebra en el barril apostado a las puertas del local-. Si te das cuenta -prosiguió-, verás que todo es una ficción, una mala obra de teatro.
¿A qué te refieres? -dije-. Joder? a que vivimos en una sociedad de mediocres -masculló-. Nos importa más el fútbol que la precariedad laboral. Estamos más pendientes del banquillo del Real Madrid que del banquillo del caso Nóos. Morimos por ser Trending topic con cualquier gilipollez, todo por un segundo de gloria en esa basura de las redes sociales. Y nos preocupan más las tontas controversias de la cabalgata que nuestro futuro incierto.
Era evidente, los años no habían pasado en balde. Aún recuerdo al Licen de antes, adherido a su optimismo insumergible, cuando nos dejaba libros de Lyotard, Lacan o ?i?ek que había birlado en El Parnasillo, nos recomendaba películas de Tarkovski, de Jim Jarmusch, o los vinilos de Alex Chilton, mientras nosotros nos asomábamos al Cambio 16 o nos dejábamos seducir con las ramplonas utopías de Integral. Las cosas habían cambiado. Ahora percibía en su cara una pátina desabrida, tal vez la de un soñador desengañado o la de un tipo a la deriva.
¿Qué te parece el circo electoral?? Complicado ¿no? -le pregunté-. No me interesa, no presto atención -contestó firme-. Apenas leo la prensa, tampoco veo la tele. No creo que cambiándo unos pegamoides por otros afecte al problema de fondo.
¿Y cuál es el problema de fondo? -aduje-. En mi opinión, el problema somos nosotros -se apresuró a decir-. Los vicios de la clase política? el “Luis, sé fuerte” de un tramposo, la juerga que se han corrido con los sobresueldos o las tarjetas, la charlotada de la infanta, la corrupción sistémica, la degeneración de las instituciones?, son los vicios de una sociedad mediocre.
Bueno? la que han propiciado nuestras señorías, ¿no? -opiné-. Para nada -dijo-. Hemos hecho de la mediocridad la gran aspiración nacional. Los programas basura son los que triunfan en televisión. La felicidad es poseer un smarthphone de última generación. Purgamos nuestros pecados con telemaratones de solidaridad. Y además somos hipócritas, nos llevamos las manos a la cabeza cada vez que se monta un pollo en la alambrada de Melilla, o nos volcamos con los refugiados cuando aparece un niño ahogado en una playa de Turquía, pero lo cierto es que no los queremos aquí. Si hubiera un referéndun con el voto secreto, nos quedarímos de piedra con el resultado. Digamos la verdad, puñetas, la mayoría de la gente piensa que los derechos humanos y todo eso está muy bien, pero, como solemos decir, cada uno en su casa y Dios en la de todos. Eso sí, si aparece el Wyoming en su programa pidiendo donativos para los damnificados de Siria o de Irak, seguro que lo peta.
No te veo muy optimista, tío? -le reproché-. Nunca lo he sido -recalcó-. ¿Nunca?? -dije sorprendido-. Venga ya, Licen. Antes no pensabas de esa forma-. No recuerdo cómo pensaba antes -espetó mientras me lanzaba una mirada hastiada-, ahora pienso que tenemos una sociedad mansa, rutinaria, decadente, nos limitamos a repetir como loros lo que el poder quiere que digamos a través de sus medios de comunicación, compartimos la falsa moral de la sociedad y nos acostumbramos a los hábitos domésticos de la mayoría silenciosa, de la que formamos parte. Joder, ¿es que no te das cuenta?
Entonces? en tu opinión, ¿qué deberíamos hacer? ¿Qué harías tú?? -dije-. Lo único que se me ocurre hacer es vender mi alma al mejor postor. ¿Sabes?, la he anunciado en eBay, la tengo sin estrenar, con el precinto original y su manual de instrucciones -contestó mordaz-. Allí donde voy, no la necesitaré -añadió-. Su voz, más que sarcascástica, me pareció la de alguién necesitado de exorcizar sus propios fantasmas. Al menos eso quise creer. Luego, de regreso a casa, presentí que ésta era la última vez que me encontraría con él.