En la actualidad, más de la mitad de la población mundial habita en ciudades que crecen en población y extensión por encima del incremento demográfico general. En los países en vías de desarrollo, cada año millones de personas se incorporan al éxodo rural que alimenta la expansión de unas ciudades hipertrofiadas y caóticas, último refugio frente a la miseria cotidiana. Al mismo tiempo, el mundo de los países occidentales enfrenta una extensión de la urbanización a territorios cada vez más amplios y lejanos, evolucionando hacia modelos urbanos de cada vez más baja densidad.
Las consecuencias ambientales más evidentes de esta reurbanización son la destrucción de espacios naturales, la ocupación creciente de suelos productivos, la degradación paisajística, el aumento del consumo energético y otros recursos naturales y el incremento de la generación de residuos. Pero al mismo tiempo son cada vez más evidentes otros problemas de índole social como la exclusión o la ruptura de los tejidos sociales. Frente a todos estos problemas ambientales y sociales es necesaria la defensa de ciudades vivas en las que predomine la rehabilitación social sobre la expansión, ciudades diversas pero cohesionadas en lo físico y lo social, ciudades con un mayor grado de autosuficiencia material y energética, que limiten su impacto externo o huella ecológica. Lo que inevitablemente nos aboca a intentar contener su crecimiento e incluso tratar de invertirlo en pro de un reequilibrio territorial con las áreas rurales.
Tras años de reflexión sobre la insostenibilidad de la ciudad, nos encontramos ante un nuevo problema más preocupante si cabe: la no ciudad, que se ha convertido en el lugar de residencia de la mayoría de los europeos. Por contraste, en los países en vías de desarrollo, el fenómeno que se produce es el contrario: la atracción masiva hacia las grandes metrópolis rodeadas de otra no ciudad. El resultado, desde una perspectiva del medio rural, es muy parecido, el abandono de la práctica agrícola del territorio y la transformación del campo en un espacio al servicio al servicio de las áreas urbanas.
En Europa, con una diferente velocidad entre los países del norte y centro con los del sur, el fenómeno simultáneo de la generalización de las pautas de vida urbanas y la desurbanización extensiva ha ido ganando terreno progresivamente, sin apenas reacción, considerando este nuevo modo de vida como el signo mismo del progreso social. Pero, desde hace unos cuantos años, se ha puesto en cuestión este modelo de urbanización, planteando que no es posible continuar con el despilfarro de recursos que supone urbanizar el campo y, al mismo tiempo, debilitar o abandonar las estructuras urbanas existentes.
Un exponente de la expansión de lo urbano y con consecuencias ambientales importantes, entre otras, es la proliferación de hábitats de baja densidad con la construcción de viviendas unifamiliares tipo chalet o adosados en Navarra, que en los últimos tiempos poco a poco está modificando el paisaje de nuestra comunidad en no pocas zonas. No obstante, esta problemática no es tan preocupante como se da en el caso de Euskadi, por disponer la comunidad foral de una superficie mayor y menos habitantes. Ahora bien, hay toda una serie de cuestiones que merecen una reflexión profunda y un cambio de orientación en las políticas públicas de Navarra en esta materia si queremos que se orienten hacia la sostenibilidad, y que son las siguientes: el replanteamiento del urbanismo disperso y la potenciación de la densidad urbana y los usos mixtos. Y junto a ello, políticas de regeneración urbana comenzando por la recuperación de los Cascos Históricos.
Sin duda, el intento de exportar modelos foráneos inspirados en el Urban Sprawl (dispersión urbana) norteamericano carece de sentido.
Los problemas ambientales que genera la sustitución gradual de patronos compactos por patronos de dispersión urbana son evidentes, y entre ellos están los siguientes:
- Consumo de suelo urbanizado: las densidades de este tipo de urbanización son muy bajas. Ir reduciendo el suelo no urbanizado y rústico para construir viviendas unifamiliares (modelos residenciales de baja densidad) no es un tema asumido por la ciudadanía en general en nuestra comunidad.
- Consumo de suelo para infraestructuras viarias: la accesibilidad en vehículo propio es la forma universal en este tipo de urbanización. La baja densidad impide la viabilidad de soluciones de transporte público. Las consecuencias son: contaminación local, mayor producción de gases de efecto invernadero, crecimiento de las mallas viarias, etcétera.
- Mayor consumo de energía por vivienda: una vivienda aislada no cuenta con los factores inerciales del edificio de viviendas en su conjunto. El modo de vida independiente y aislada de la comunidad exige una serie de equipamientos privados muy consumidores de energía.
- Mayor consumo de agua: el mantenimiento de la parcela ajardinada y otras cuestiones se traduce en unos consumos abusivos de agua.
Mayor presión sobre el medio rural y natural, con la consiguiente pérdida de suelo fértil, biodiversidad, etcétera.
Y refiriéndome a los cambios sociales de forma breve por no alargarme, la urbanización con modelos residenciales de baja densidad supone en la mayoría de las ocasiones que no sea el lugar de la coexistencia, de la diversidad, de la interacción entre grupos sociales diversos. Este nuevo tejido residencial tiende a evitar la mezcla de usos y, también, la mezcla de gente.
La mayoría de los urbanistas se plantean la cuestión desde otra perspectiva: es necesario recuperar el modelo de ciudad compacta, mejorando las actuales estructuras de modo que ofrezcan una alternativa atractiva para la ciudadanía. De alguna forma, se trata de la aplicación al campo del urbanismo de las tres ‘R’ (Reducción, Reutilización y Reciclaje), que se ha popularizado en la gestión de residuos, y, entre otras cuestiones, es importante implementarla en los cascos históricos, hoy en día muy deteriorados e inhabitables en muchos casos.
Las estrategias son diversas, pero es necesario absolutamente abrir a los ciudadanos y a las ciudadanas sin cortapisas el diseño de nuestras ciudades y pueblos, y equilibrar el peso de las expectativas especulativas de ciertos grupos constructores y también de determinados municipios por asentar este tipo de población de alto poder adquisitivo.
En aras de este objetivo, el de generar procesos de planificación verdaderamente participativos, hay que reinventar el urbanismo para convertirlo en un lenguaje de uso común, que todavía no lo es ni mucho menos, al servicio de toda la ciudadanía. Aunque con algunas limitaciones, el desarrollo de las Agendas Locales 21, que nacieron en la Conferencia Mundial sobre Desarrollo y Medio Ambiente celebrada en 1992 en Río de Janeiro, puede expresarse como uno de los ejemplos más avanzados de este intento de inversión del proceso de planificación, que debe ser volver a recuperar las ciudades y los núcleos urbanos intermedios. Ahora bien, en Navarra las Agendas Locales 21 deberían de ser impulsadas con más intensidad e ímpetu que hasta la fecha. Los ayuntamientos y las comunidades locales son gestores de la sostenibilidad diaria y precisan de ayudas de todo tipo de las instituciones supramunicipales.
El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente