La moral en el siglo XXI
el deber moral no responde a insinuaciones o sugerencias, sino que pretende ser una obligación universal producto de nuestra racionalidad. No obstante, qué duda cabe que dar la última razón, lo que se entiende por justificación de la conducta moral es muy difícil o quizá imposible. Sin embargo, sin llegar a ese extremo, sí somos capaces de proponer valores, debatirlos, someterlos a crítica, evaluar sus consecuencias y, finalmente, consensuar y prescribir códigos morales. Las religiones, obviamente, han resuelto el problema del fundamento último de la ética recurriendo a Dios. Según la teología, el mandato divino es el que otorga bondad o maldad a las acciones humanas, por lo que no cabe el más mínimo resquicio de duda ni debate posible. Sin embargo, si algo caracteriza al siglo XXI es su pluralismo moral, su multiplicidad de valores y normas que varían de unas culturas a otras. Y desde esta confusa perspectiva, la posmodernidad afirma que la moral es relativa a cada cultura y que no es posible establecer principios con pretensiones de universalidad.
Si Dios no es necesario para explicar racionalmente el mundo, como pretende Nietzsche, el absurdo se hace patente, por lo que solo queda extraer sus últimas consecuencias. Es verdad que sin Dios solo cabe una ética sin obligación, que apela desesperadamente al consenso y al imperativo de la ley. No debe sorprendernos pues que ante el nihilismo racionalista, Woody Allen, en una de sus películas, apuntándose con un fusil con intención suicida, exclamase sudoroso: No puedo vivir en un mundo sin Dios. En cualquier caso, según Wittgenstein, toda proposición ajena a la experiencia carece de sentido. Por tanto, si se rechaza sostener un sentido ultraterreno a la existencia, se vive en el presente con el trasfondo silencioso de un mundo absurdo privado de futuro y de esperanza. En otras palabras, la falta de sentido, propósito y finalidad de la existencia humana acrecienta nuestra inquietud, pero también nuestra libertad y, por ende, nuestra responsabilidad. Cabe pensar en este sentido que todos los esfuerzos y todos los sacrificios que el ser humano realiza son inútiles, pues al final esa pasión que representa la vida, tras una larga secuencia de frustraciones, acaba indefectiblemente con la muerte. No sabemos por qué ni para qué existe el ser humano. Existe de hecho. Está ahí, consciente de sí mismo y de su finitud, lo que supone un angustioso desequilibrio en su interior. Sin embargo, no se debe confundir la ausencia de esperanza con la desesperación, pues una vez que se conocen los límites y la caducidad de la existencia humana, se dispone de la posibilidad de recuperar el sentido griego de la tragedia. Ni el sentimiento ni el deseo logran hacer del consuelo verdad, pero tampoco la razón logra hacer de la verdad consuelo. Tal es la tragedia del ser humano. En el mismo momento en que se opta por aceptar vivir en un mundo sin sentido y cuyo final lo conocemos de antemano, que no es otro que la muerte, se le otorga a la vida cierto valor. Y esto supone desprenderse del anhelo de los absolutos, afrontar el absurdo, gozar de lo concreto y ceñirse a lo humanamente posible y deseable. En un mundo carente de razón absoluta y finalidad, sin esencias ni teorías objetivas y evidentes a las que asirse, sin un pasado libre de falsificaciones y donde lo eterno es un concepto vacío, el ser humano se hace responsable de todo cuanto vive, sobre todo se sus semejantes. “¡El mundo está desquiciado! ¡Vaya faena, haber nacido yo para tener que arreglarlo!”exclama Hamlet. En efecto, el orden, la ley, la justicia y la injusticia, la igualdad y la desigualdad, la riqueza y la pobreza, todo surge del ser humano. Y esa máxima responsabilidad, según cómo la ejerzamos, nos convierte en héroes o villanos. Por ello, es la acción moral lo único que puede dotar de sentido a nuestra existencia. Erradicar la ignorancia, el fanatismo, el egoísmo, la sumisión, la desigualdad y asumir, además, los límites del mundo y del ser humano es la tarea fundamental que se deriva de esa responsabilidad que se asume si se afronta el sinsentido del mundo. En definitiva, el sentido y fin de la humanidad políticamente constituida es construir una colectividad humana sin que la cuna, el género, la raza, la nacionalidad o las creencias religiosas supongan discriminación ni desigualdad alguna.
Si bien es falsa la vieja afirmación atea de si Dios no existe, todo está permitido, que se intuye en la obra de Dostoievski, tampoco es asumible que determinadas opciones religiosas o políticas, en un alarde sofístico sin precedentes, se muestren partidarias de una moral absoluta, no agotándose ahí sus pretensiones, sino que tratan además de imponerla, prescribiendo arbitrariamente la agenda ética de toda la sociedad, administrando límites a su antojo y conveniencia. Y como consecuencia determinan quienes son los virtuosos y quienes indefectiblemente quedan satanizados, excluidos, por tanto, del lugar en el que se toman las decisiones. Esta actitud supone una desatención selectiva de la racionalidad ética que pretende tomar decisiones atendiendo tanto a principios y valores, considerados en su más estricta relatividad, como al análisis pormenorizado de sus posibles consecuencias, lo cual no es inocuo en sus efectos. Al contrario, puede ocasionar tensiones innecesarias, enfrentamientos indeseables y exclusiones tan problemáticas como injustas. Racionalmente no hay más moral que la que los seres humanos se dan libre y democráticamente, aunque me parece lícito y comprensible que entre la fe y la razón cada ser humano elija la opción que más consuelo le procure. En cualquier caso, es preciso que la formulación de lo que está bien o lo que está mal, dada su trascendencia, se haga con el mayor consenso posible.
El autor es presidente del PSN-PSOE