Quienes ven la sociedad como un organismo sienten la tentación de gobernarla desde los principios entomológicos de la eusocialidad. Y si no fuera por la cultura -tal y como infiere Wilson- tal vez no tardarían mucho en conseguirlo. El hormiguero humano dejaría de ser una figura de la retórica para convertirse en lo más parecido a la ansiada realidad a la que aspira un liberalismo ideológico camuflado de capitalismo eusocial. Entendiendo la eusocialidad en un sentido expansivo no sólo del comportamiento social en los insectos, sino “la posibilidad de que el ser humano sea considerado como un primate eusocial” dada su inclinación al cuidado cooperativo de la cría, superposición de generaciones y división del trabajo por grupos, entre otras muchas consideraciones, aunque si bien matizado por el hecho antes apuntado de que en el caso humano tal procedimiento en lugar de ser netamente instintivo lo sea de índole cultural.
Pese a su apariencia más o menos monista, cuando afirma que “si la historia quiere trazar el verdadero relato de la humanidad, deberá englobar lo biológico y lo cultural”, la teoría sociobiológica de Wilson mantiene cierta cartesiana dualidad a la hora de evaluar la génesis del comportamiento de la especie humana derivada de un origen evolutivo de la conducta social instintiva puesto que en todo caso son los altos niveles de cooperación aquellos que parecen justificar la eusocialidad fomentando el altruismo, sacrificio en ocasiones, de una parte en beneficio del todo complejo de la propia organización. Lo cual pudiera parecer justificar en alguna medida hasta las razones de la violencia y de la guerra. Y para ello ingenia los dos niveles en contienda que han de ser necesarios en la selección natural: el de los miembros egoístas que prosperan dentro de sus grupos y el de los propios grupos que “formados por altruistas, se sobreponen a los grupos liderados por egoístas”. La conclusión a la que llega Wilson sobre este proceder, trasladable casi en su totalidad a la esfera política, no deja de ser sobrecogedora: “En un proceso que requirió el paso de eones de tiempo (durante los cuales millones de especies aparecieron y desaparecieron) un linaje específico -los antecedentes directos del Homo sapiens- ganó la magna lotería de la evolución. El premio fue una forma de civilización basada en el lenguaje simbólico y la cultura, y como consecuencia la colosal capacidad de extraer los recursos no renovables del planeta, así como de exterminar alegremente a las otras especies”. Y en ello, sin lugar a duda alguna, nos encontramos.
Extremecedores, en esta dirección, son también los datos que aporta en su nuevo ensayo, Homo Deus, tras el exitoso de Sapiens, el historiador Yuval Noah Harai, en torno a cómo la biodiversidad se ha visto afectada en la era del hombre: “En la actualidad, más del 90 por ciento de los grandes animales del mundo (es decir, los que pesan más que unos pocos kilogramos) son o bien humanos o bien animales domesticados”. Tras recordarnos la división científica de nuestro planeta en las eras del Pleistoceno, Plioceno, Mioceno y Holoceno, en la que supuestamente nos encontramos, observa: [...] sería más acertado denominar los últimos setenta mil años como Antropoceno: la era de la humanidad. Porque, durante estos milenios, Homo sapiens se ha convertido en el agente de cambio más importante en la ecología global”. De El hombre-Dios o El sentido de la vida, otrora escribiera un desencantado Luc Ferry afirmando: “de la bioética a lo humanitario, es el hombre como tal quien aparece hoy como sagrado”. Por tanto, lo que de nuevo añade el historiador de la Universidad Hebrea de Jerusalén no es sino la renovada puesta a punto de una distópica visión futurista, de endiosamiento de la especie humana, cuya tradición ya es más que centenaria al menos desde aquella formulación del El hombre máquina de La Mettrie, por contar con algún antecedente, consistente en la profundización de los ámbitos y especialidades de las ingenierías biológica, del ciborg y de los seres no orgánicos.
Esta visión disteleológica, es decir, de los hechos biológicos, psicológicos y sociales que no están de acuerdo con una finalidad, que se separan de la supuesta adaptación de un ser a su fin, contrariamente a lo afirmado por Ferrater en su diccionario, al menos sí parece contar con una meta. Además, tal y como se explicita en el mismo, Haeckel utilizó tal concepto para la demostración de la existencia real del mal. Y particularmente, entiendo, que como todo determinismo, unívoca forma de función y explicación, obra dejando de lado definitivamente la concepción del libre albedrío, y por tanto la posibilidad de un ejercicio efectivo de la democracia y de la libertad. Para el zoólogo alemán la naturaleza es Dios y el hombre debe aceptar como propias las leyes que la rigen y gobierna justificando de este modo toda práctica eugenésica. La finalidad del humano habrá de consistir en la mejora de sus condiciones naturales orientada hacia la creación de una especie de superraza, es decir, una interpretación teleológica desde el biologicismo de la especie. De sus excesos tenemos noticias a través de la historia, recordándonos Yvonne Sherrat cómo sus ideas influyeran en el nazismo a través de la propuesta de constitución de un estado político basado no tanto en la ley como en los lazos de la sangre. Y por paradójico que pueda resultar consiguiendo hacer del dogma científico una religión cuando científicos de inspiración teleológica mantenían al menos la fe en un progreso de naturaleza cósmica inspirados por la visión que del mismo tenían filosofías como las de Leibniz, Herder y de la ilustración francesa, tal y como vino a constatar Ernst Mayr. Por lo que este último biólogo se ve en la obligación de especificar lo necesario de la distinción entre los postulados de la teleología cósmica, la adaptación, la dirección programada a un objetivo y las leyes naturales deterministas. Y asimismo apuntando el que todo pensamiento orientado hacia una finalidad tiene dos maneras de ser apreciado a partir del significado mismo de la palabra griega telos: una como objetivo a conseguir, y la otra como final del proceso iniciado.
Determinar ambos no sólo es cuestión de la ciencia, sino de su necesaria interrelación con la creencia y con la política. El telos, en este caso, por ejemplo, de una nación consistiría en que todo nacionalismo tiene la finalidad de su consecución, y que una vez se consiguiera tal entidad transmutaría en el proceder de su propio mantenimiento, y no como a veces ingenuamente se propone, en su disolución. Lo que alguien denominara bajo el acertado título de bucle, melancólico o no. Lo contrario, no obstante, como meta perseguida por el capitalismo eusocial, consistiría en poner el organismo comunitario al servicio de un interés de organización corporativa. Siendo este último el trasfondo del debate al que hemos asistido en las elecciones presidenciales en Norteamérica.
El autor es escritor