Llegué a mi despacho a las ocho y diez minutos. Es decir, con diez imperdonables minutos de retraso. En mi despacho no hay ningún espejo, si lo hubiera mostraría la cara de un desconocido con el ceño fruncido y muestras de enfado en extremo pueriles. Decidí telefonear a mi jefe para pedirle perdón diez veces por cada minuto de retraso. Mi jefe soy yo mismo de modo que me amonesté recordando que a la tercera falta el despido era fulminante y no habría contemplaciones. Ni siquiera sería indulgente no ya con diez minutos, no aceptaría un solo segundo de retraso. La disciplina es el corazón de la empresa, de la vida misma diría yo, ya debería saberlo. Es lo que dijo mi jefe con esa engolada suficiencia que tanto desprecio. El hecho fortuito de que yo sea mi propio jefe no altera para nada el cumplimiento de las normas de la empresa, las acentúa si esto es posible.
Otro día -juro que fue pura casualidad-, al llegar a la oficina a las ocho en punto, sin una miserable micra de tardanza, advertí, después de encender mi primer cigarrillo, que estaba en pijama. Me había obsesionado con la puntualidad de tal manera que olvidé vestirme. Ni siquiera me había peinado. Sobre el pijama azul mi albornoz de cuadros que me había regalado mi esposa cuando muy a mi pesar abandoné la soltería. Intuyendo que el hecho de lucir esta facha en el trabajo era una falta grave, decidí llamar a mi jefe para explicarle que tal estado era una circunstancia extemporánea que obedecía a un exceso de celo por la puntualidad. Lo llamé esperando que me perdonara. Desde Einstein todo es relativo, lo que proporciona un número infinito de enfoques de una misma cosa. Apelando a este indulgente abanico de relatividades marqué los números de su teléfono que es el mío propio. Mi jefe, que soy yo mismo aunque no siempre soy yo mismo, me dijo que, llegados a este punto, tenía que despedirme. Esto le causaba gran dolor porque él en el fondo era un cristiano comprensivo y porque yo, pese a todo, era un activo medular en la producción que es como ahora nos llaman a los tipos imprescindibles.
Creyendo que estaba despedido, tomé un taxi y me marché a casa donde sin trámite alguno -vestía mi pijama azul-, me metí en la cama. Dejé a mi jefe con la mosca detrás de la oreja.