recurrir a la descalificación personal, cuando no se está de acuerdo con el adversario, se está convirtiendo en una estrategia política lamentablemente cada vez más frecuente. Al focalizarse la oposición en el líder de una formación política, sus adversarios se lanzan al escrutinio de pistas acerca de sus supuestas debilidades o pequeños deslices cometidos. No se busca debatir sobre ideas, sino minar la credibilidad del líder con objeto de destruir su imagen. Se opta por una campaña negativa, cuyo objeto es desautorizar al contrincante en temas personales e incluso íntimos. No se pretende solo intoxicar al electorado propio, sino incluso generar la duda en los votantes ajenos con el fin de provocar la desconfianza en su propio líder. Y todo ello mediante mensajes corrosivos que elaboren un perfil negativo del dirigente, utilizando para ello artículos de opinión, intervenciones en radio o televisión, o en las mismísimas instituciones oficiales. Se trata de elaborar un perfil psicológico manipulado, reducido a una sola idea fuerza que luego se adjetiva peyorativamente. Es una táctica que hace daño, es patética, pero suele tener cierto éxito. Y para ello se utilizan todo tipo de adjetivos sin detenerse a pensar en el daño personal que con estos dardos envenenados se infringe al líder en cuestión, a su familia y, en general, a la política, convirtiéndola en un lodazal. En consecuencia, se devalúa la ética pública, se disipa el rigor político, se desvanece la verdad factual y se pierde el respeto a las instituciones, lo cual no es inocuo en sus consecuencias, pues resta credibilidad a la política y a los políticos. No es un mal menor, sino mayor, pues nos puede precipitar a un abismo de incredulidad social de incalculables secuelas.
El argumento ad hominem, o contra el hombre, no es un argumento válido, pues esgrimir las circunstancias personales de alguien o airear sus trapos sucios no sirve para criticar lo que un político hace en el uso de sus funciones. El que usa el argumento ad hominem simplemente trata de tener razón desacreditando a su adversario con el que discute, pero sin probar que lo que pretende refutar es, en efecto, políticamente erróneo. El filósofo Arthur Schopenhauer escribió un pequeño manual, que se publicó de forma póstuma, en la que describía argucias, muchas de ellas falacias lógicas, que se titulaba El arte de tener razón. Y entre otras cosas decía: “Queremos ganar adeptos, aunque haya que arrastrar los argumentos por el fango”. Y lo malo es que una falacia ad hominem, si se repite muchas veces, acaba arraigando en una parte importante de la ciudadanía, causando daños personales irreparables.
La reiteración de una mentira como táctica para dañar a alguien era algo que sabía muy bien el ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, y, por desgracia, se sigue utilizando en la actualidad. Se conoce como argumento ad nauseam, esto es, discurso nauseabundo. El discurso vomitivo, que es una extensión de la crítica ad hominem, incurre en una incontestable falta de ética. La inmoralidad de un discurso no siempre se desprende de la falsedad de las premisas empíricas, es decir, del empleo inadecuado de la lógica inductiva o deductiva. En ocasiones, cada vez más frecuentes, las trasgresiones éticas ocurren como resultado del uso de falacias o tergiversaciones que se utilizan para dañar intencionadamente al adversario político, lo que solo es posible si se da en un nivel emocional ajeno a la racionalidad.
Las causas por las cuales determinados políticos caen en la utilización de este tipo de estrategias discursivas tienen que ver con cuestiones emocionales en las cuales están involucradas sus propias desazones freudianas, ya que en vez de disponer de argumentos probatorios de una verdad alternativa, se recurre a lo más siniestro, atávico y arcano de la propia personalidad, proyectándola sobre el adversario. Este ataque irracional, falacia ad hominem, se muestra como un embate, efectuado desde las propias cloacas personales, contra la personalidad del oponente, que puede aludir a observaciones degradantes referentes a cuestiones culturales, sociales, familiares, raciales o sexistas. En síntesis, siempre que se intenta desviar el foco de atención del asunto político que se debate, atacando a la persona que expone el punto de vista contrario, se cae en el lodazal de la política.
En este sentido, la derecha española parece hallar una extraña y siniestra satisfacción en tergiversar la realidad y recrearla a su antojo. Inventa extrañas e invisibles criaturas y demonios que se mueven detrás de los bastidores. Su crispación, tras la moción de censura, ruge y expele su veneno de forma incesante, emitiendo un sonido lacerante, repleto de resentidas interjecciones, que no es otra cosa que una atávica melodía compuesta por insultos y descalificaciones, un zumbido intransigente y cruel que sea ahorma cuando se aproxima a su adversario político, que actualmente ocupa legítimamente el gobierno de la nación. La derecha, en fin, está experimentando las consecuencias de sus graves errores y su nefasta cobardía histórica, de todo eso en lo que tanto abundó en el pasado: el mal de sus orígenes y la nostalgia del lodo y del légamo de la dictadura. Y es que la derecha se adaptó mal, como pudo, al sistema democrático, sin creer en él en ningún momento, y eso sigue estando muy vivo todavía. Quizá eso explique su actual y preocupante involución ideológica.
El autor es presidente del PSN-PSOE