Tras 51 sesiones, 422 testigos y horas de pruebas periciales y documentales, el juicio en el Tribunal Supremo contra los dirigentes catalanistas permanece prácticamente donde comenzó. No se ha puesto sobre la mesa del tribunal ni una sola prueba que avale los delitos de rebelión, sedición, malversación y organización criminal que les imputan las acusaciones y por los que ya han cumplido más de un año de prisión preventiva. Sólo la elevación permanente de la gravedad de las acusaciones de la Fiscalía, incluso con la manipulación de las pruebas sobre los hechos o falsificación de las mismas, ha permitido exagerar los tipos penales que se imputan a los acusados para aumentar la gravedad de los supuestos hechos de que se les acusa. Pero difícilmente, los acontecimientos ocurridos en Catalunya en otoño de 2017 pueden catalogarse penalmente más allá del delito de desobediencia que han admitido en sus alegatos finales las defensas. Quizá lo más llamativo no haya sido la capacidad de defensa de los acusados, que se les supone, sino la incapacidad de los fiscales y abogados del Estado para demostrar sus acusaciones. En realidad, el proceso judicial y las penas que se les piden no tenían fundamento alguno y así está quedando demostrado. Se han forzado al máximo los tipos penales para aumentar al máximo también las penas de cárcel -incluso la Fiscalía lanzó en sus conclusiones finales la acusación de golpe de Estado-, pero se ha hecho sin poder justificar el alcance real de los hechos que se les imputan. Ni, por supuesto, hubo otra violencia que la violencia policial que muestran y prueban miles de imágenes y vídeos. No sé qué ocurrirá al final del juicio. Siempre escribo que la esperanza de justicia es el último obstáculo para la injusticia, aunque tampoco se puede confiar, vista la deriva de los altos tribunales. Veremos. En todo caso, sólo la vía del diálogo político y democrático honesto, un fallo justo y no políticamente dirigido y la asunción democrática de un referéndum pactado que permita la expresión de la voluntad política de los catalanes y catalanas puede cerrar esta crisis que lastra al Estado.
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