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Rojillos, la misión

Uno de los especímenes más fascinantes sobre la faz de la tierra, si no el que más, es el socio o aficionado de Osasuna que considera que el mero hecho de animar al equipo, en las buenas, en las malas, en casa, fuera, un día, dos, seis mil, es una especie de activo que tiene en su haber y por el que el cual el club -y los demás aficionados, en general- prácticamente le deben algo, como si todo ese trayecto vital que lleva unido al equipo fuese un trabajo que le ha caído encima, una obligación que nadie quiere y que él ha tenido que asumir, pobre, y no un hobby por el que obtiene placer, satisfacciones, ocupaciones y una manera de entender parte de su vida. Los hay a cientos, los hay a miles incluso, pareciera que los llevan esposados al campo o a los desplazamientos. Lógicamente, es de agradecer a nivel general que los aficionados sean seguidores tenaces de su equipo y le animen y ofrezcan el habitualmente gran espectáculo que históricamente da la afición rojilla en casa y fuera. Pero hasta ahí, la cosa llega hasta ahí. Sin esa afición es claro que el club no es nada y también es claro que a esa afición -a los socios los primeros- el club tiene que cuidarlos con esmero y tratarlos con atención y tacto, pero tampoco hay que irse al extremo de creerse uno mismo que está en una especie de misión divina por chuparse 600 kilómetros y animar en Villarreal: oye, que vas a pasártelo bien, aunque sea pasándolo mal. Ahora el jaleo surge porque el club ha puesto un medio día del club contra el Madrid y obliga a comprar entradas -baratas- a los socios y a quienes no las cojan se reserva el derecho de vender para ese día sus entradas. Y lo cierto es que, aunque fuera una jugada avisada y en muchos casos solo sea una leve molestia, en otros no lo es y, como idea general, no parece muy fina por parte del club, que tendría que darle una vuelta a estas cosas a futuro.