9 de marzo
yer los distintos feminismos conquistaron las calles contra la derecha negacionista de los derechos de las mujeres. Las trans, las precarias, las jóvenes y no tan jóvenes, las que cuidan, las lesbianas, las migrantes, las racializadas, las kellys, todas estuvimos ahí, a sabiendas que sólo nuestros gritos nos sobreviven. Pero hoy las calles siguen en su sitio. Hoy mismo en la mente de un maltratador se está fraguando un nuevo asesinato. A estas horas miles de mujeres están siendo prostituidas. Es lo único que le da valor a su pobreza. Ahora mismo en las fábricas del mundo pobre, las mujeres siguen trabajando 14 horas por salarios de miseria. Al final de la jornada, muchas serán violadas por un empresario que bebió lo justo para hacerlo. Los organismos internacionales se llaman andana y blanquean sus culpas a golpe de informes debilitados por el largo ejercicio del desprecio.
Pero aquí, en el mundo rico, la brecha salarial continúa en el 28%. Ellas son las más precarizadas. Tres de cada cuatro empleos a tiempo parcial tiene nombre y apellidos de mujer: inmigrante, irregular, racializada y pobre. Y esas jornadas de mierda hacen de la brecha salarial un reto olímpico. Aquí mismo 600.000 trabajadoras domésticas esperan a que la Seguridad Social sea eso, su seguridad. Y así tantos días grises de desigualdad.
Esto se dijo ayer. Pero el feminismo no puede ser solo la conquista del relato. Y lo peor que puede ocurrirnos, como dice Leila Guerriero, es que el infierno viva en nosotras bajo la forma de la indiferencia.
Mientras tanto, ayer como hombre no supe qué sitio ocupar en la lucha feminista. Intuí, sí, que debemos abandonar nuestra androcentralidad y soltar poder. Construir una nueva andropausia social. Pero incluso esto, no sé si me corresponde escribirlo.