Arresto domiciliario
En estos días de cuarentena distópica, de verdadero test de estrés a nuestro pletórico estado del
bienestar, vamos descubriendo algunos comportamientos individuales y colectivos que, de otro
modo, serían difícilmente observables. Uno de ellos es, sin duda, las reacciones ante la reclusión
domiciliaria a la que estamos sujetos como medida preventiva.
Dándole vueltas a cómo administrar este aislamiento doméstico, probablemente más difícil de
asimilar que de cumplir, me acordé de un librito que leíamos de juventud, 'Viaje alrededor de mi
cuarto' de Xavier de Maistre. El ejemplar formaba parte de aquella vetusta y casi infinita colección
Austral de Espasa, de portadas azules, letra microscópica y sobrecubiertas ajadas por el uso.
Estaba en la biblioteca del colegio y, por su deplorable estado, diría que llegó a pasar por las
manos y también por los pies de toda la caterva que cursábamos el bachillerato. Entonces no
existía el expurgo bibliotecario, de manera que los libros se retiraban de la circulación cuando
les faltaban algunas hojas o cuando se descuadernaban por su incesante demanda.
A mitad de camino entre lo que recuerdo y lo que he encontrado por internet, parece ser que el
relato parte de un hecho verídico. En 1794, Xavier de Maistre fue condenado a seis semanas de
arresto domiciliario en su casa de Turín por intentar batirse en duelo. Durante los cuarenta y dos
días que duró el cautiverio, Maistre no tuvo mejor idea que ponerse a garabatear en un manojo
de cuartillas sus digresiones y fantasías a modo de ejercicio profiláctico -hoy se le llamaría terapia
ocupacional- como si fuera un diario, esto es, en cuarenta y dos capítulos breves a razón de uno
al día. Lo más jocoso es que lo escribió parodiando el estilo de los libros de viajes tan habituales
durante el siglo XVIII, con ese dandismo exótico de los que entonces se permitían conocer
mundo, y cierto trazo borgiano entre lo poético y lo onírico.
Con su leve equipaje de pluma y papel, emprende el viaje inmóvil alrededor de su cuarto tomando
nota de las palabras que intercambia con su asistente y consigo mismo, de las cavilaciones sobre
la vida, el arte, la filosofía o el amor, más allá de la mera descripción del aposento que, además
de ser tarea poco estimulante, tendría escaso recorrido. Para ello, se vale de todo lo que su
mirada escruta a través de esa singladura imaginaria, los objetos de escritorio que reposan sobre
su mesa, los libros de la biblioteca, las pinturas que cuelgan de las paredes€ y todo en relación
con los momentos de su vida en que los obtuvo, de la persona que se los regaló o del modo en
que llegaron hasta allí, como una remota asociación de ideas freudiana, pero con la ligereza de
quien escribe solo para divertirse o, mejor dicho, para zafarse del tedio de la clausura sin
pretensiones de estilo ni anhelos de posteridad.
Hoy día, el viaje interior de Maistre sería imposible de realizar. Hemos perdido la capacidad de
ensimismamiento. Unos dicen que en aras del progreso, otros que a causa de la indolencia. En
todo caso, esta reclusión nos permite sin mucho esfuerzo interrogarnos sobre esta intrincada
época que nos asedia. Y en esas ando metido.
Al otro lado de la ventana, el paisaje urbano se ha convertido en un vacío extraño y acechante,
donde, como diría Jack London, habita el enemigo del mundo entero. En este territorio global,
los hechos se descomponen en cientos de situaciones inverosímiles. Además del parte de guerra
que a diario nos anuncia el número de infectados, fallecidos y altas hospitalarias, y del previsible
abismo que aguarda a la economía, arrastramos nuestras propias paradojas privadas. ¿Quién
podía imaginar hasta hace poco que acabaríamos bajando a la panadería con guantes de látex,
mascarilla y a dos metros de distancia de mis vecinos, o que, mientras arramblamos con los
productos del súper, nos miraríamos unos a otros con ademán de sospecha, procurando reprimir
un furtivo estornudo o un ataque de tos que nos convertiría de facto en apestados?
Pero esas descargas de realidad no acaban ahí, de hecho, no son más que las ráfagas iniciales.
Lo sorprendente es el carrusel de noticias contrapuestas que no cesan de girar. Mientras la
pandemia campa a sus anchas, la contaminación global se desploma a mínimos históricos (lo
que no pudieron conseguir las ostentosas Cumbres del Clima, lo ha logrado un minúsculo virus);
el consumo eléctrico se desploma, para exasperación de las pujantes hidroeléctricas que hozan
en el Ibex-35; animales silvestres como corzos o jabalíes, merodean por las desiertas calles y
plazas de los barrios periféricos, como los coyotes en Detroit; el número de divorcios aumenta,
al menos en China; los índices de delincuencia bajan; la economía liberal se contrae; la
congestión del tráfico se desvanece; los excrementos de perro se multiplican; y la ejemplaridad
del personal sanitario, transportistas, servicios de limpieza, alimentación, fuerzas de Seguridad
del Estado o el flujo imparable de voluntarios, asciende como el mercurio hirviendo.
Puede que la crisis del coronavirus nos esté indicando el camino del día después. De su cruda
enseñanza, vamos sabiendo que los populismos no funcionan en tiempos de emergencia global,
que soflamas altisonantes como las de Trump, Boris Johnson o el extravagante López Obrador,
se devalúan como los bonos basura cuando se trata de resolver problemas complejos. Que
nuestras políticas son locales, mientras la pandemia es mundial, algo que ha puesto en jaque la
fragilidad de nuestra logística en todos los órdenes. Aunque quizá el recado más nítido que nos
ha dejado este virus, es que con el sistema de salud no se juga. Sería intolerable volver a las
políticas de recortes, privatizaciones y externalizaciones, camufladas de un neoliberalismo que
sólo remaba en beneficio de unos pocos. Del mismo modo, no se puede volver a caer en el error
de privilegiar a la Banca y a los poderes económicos, en vez de acudir al rescate de una población
acorralada por la precariedad, como ocurrió en 2008.
Cuando abra la puerta de mi casa y pise de nuevo la calle, me pregunto qué mundo encontraré.
¿Dará la clase política muestra de haber entendido el mensaje, o volveremos al encastillamiento
partidista entre la retórica ideológica y la frivolidad dialéctica? De momento, lo ocurrido durante
la sesión parlamentaria para prorrogar el plazo del Estado de Alarma, me pareció la actuación
más rastrera y miserable por parte de la oposición desde los años del plomo. Son los políticos
que tenemos, y de momento no hay recambio. Hasta entonces, salud y resiliencia.