Es una de esas curiosas coincidencias que te las cuentan y cuesta creer. En la mañana del jueves pasado, murió la última de mis tías abuelas y me convertí en eso mismo, en tía abuela, tras el nacimiento del pequeño Iker. Se trata sólo de una rareza, una más de las muchas que soportamos desde que en marzo todo se volvió diferente. Por ejemplo, quién iba a decirnos en este mundo sobrealimentado que íbamos a vivir carestías y el racionamiento de productos. Primero fueron el papel higiénico, el alcohol y el agua oxigenada; al tiempo, desaparecieron harinas y levaduras de las estanterías. En todas esas semanas, resultó difícil hacerse con mascarillas e hidroalcoholes y, ahora que estos geles surgen hasta debajo de las piedras, seguimos sin las FFP2 y no hay manera de comprar guantes de vinilo, incluso de fregar. Desde que estamos en la fase 1, hemos podido asomarnos un poco más a las calles y en éstas también se suceden escenas peculiares en las que los abuelos miran con arrobo y a lo lejos a sus nietos, las cuadrillas se juntan separadas, algunos beben con la boca enmascarada, las pocas terrazas abiertas soportan colas, la ropa se desinfecta una vez se prueba... Todo es inusual aunque, a riesgo de volver a tiempos excepcionales, no queda otra que respetar tanta singularidad.