onozco a pocos vascos y vascas de mi generación que, en el transcurso de algún viaje o excursión en las tierras al otro lado del Ebro, no haya sentido en alguna ocasión la hostilidad manifiesta de algún personaje -uniformado, taxista, camarero, recepcionista- al reconocer nuestro acento, examinar los datos de nuestro DNI u oírnos hablar en euskera con nuestras compañeras y/o compañeros de expedición. No teníamos buena fama. Muchos mesetarios llevan inscrito en su ADN la prevención contra el periférico, y el fenómeno de la violencia política agudizaba ese sentimiento. Desde que ETA cerró la persiana parece que caemos mejor por ahí abajo. No es el caso de los catalanes. Sin terrorismo ni atentados, ya antes del procés, su reafirmación continua y firme de una personalidad diferente levantaba ampollas en buena parte de la opinión pública del Estado, donde el anticatalanismo se ha convertido en seña de identidad. Ahora, es la gente de Catalunya quien ha pasado a ocupar el primer puesto entre la más odiada del Estado. Aunque quizás no sea por mucho tiempo. Llevo varios días leyendo, en este periódico y en otros, de aquí y de fuera de aquí, artículos y columnas de gentes diversas, que empiezan ya mosquearse con Madrid y los madrileños. Por lo menos con algunos de ellos y, sobre todo, con sus dirigentes políticos y élites sociales. Gente de toda condición, que está hasta los mismos del ombliguismo del que hacen gala en la villa y corte sus portavoces y medios de comunicación. Gente estupefacta ante el espectáculo de la caye borroka, la rebelión de los que lo tienen todo y lo quieren seguir teniendo, sin parangón en ninguna otra capital europea. Lo siento por los amigos y familiares que yo también tengo por ahí, pero llevan camino de acabar cayéndonos fatal a todos y todas. Que se independicen y nos dejen en paz.