Llevamos muchas semanas de confinamiento y, pese a la relajación de las medidas que ya estamos viviendo y que en mayor grado disfrutaremos a partir de mañana, algunos sienten que nada ha cambiado desde aquel oscuro 15 de marzo. Mientras, otra parte de la población permanece bajo el síndrome de la cabaña, con miedo a salir a la calle. Pero no, después de más 70 días y aun en estado de alerta, la vida que siempre conocimos empieza a colarse por las rendijas. En esta comunidad, el número de fallecidos por covid-19 oscila entre dos y cero en las últimas jornadas y los contagios descienden sin freno. Hay quien por fin ha podido volver a su querido pueblo, ha visitado los cementerios y se ha encontrado con familia y amigos; las actividades deportivas al aire libre se reinician poco a poco y cada día, en muchas ocasiones gracias al buen hacer del Gobierno foral, más navarros regresan a sus hogares después de permanecer aislados en vaya usted a saber dónde. Poco a poco, en tanto que la incidencia del virus retrocede, esto empieza a parecerse a nuestro pasado y durante este caminar hacia lo habitual, me pena la desaparición de los aplausos desde balcones y ventanas porque es a los sanitarios, a ellos y a los científicos, a quienes siempre deberemos un posible y seguro futuro.