Vivimos sujetos a la mascarilla protectora cual si fuera la tabla salvavidas que multiplica su presencia siguiendo al hundimiento de un último Titanic en aguas oceánicas encrespadas y frías. Vivimos con temor al mínimo descuido, a un imprevisto contacto, a todo acercamiento innecesario y gratuito con bípedos implumes y pensantes. Cargamos con el molesto yugo de este estado de alerta tan continuo. Alejados están los lazos familiares, el encuentro y el beso, la risa y el abrazo. Se ha declarado en huelga el aire amable de las aulas que hoy es casi temido. Se ha limitado la ensoñación juvenil e infantil, y ese espíritu abierto que ofrece libre entrada a la pedagogía. Han quedado en suspenso esas actividades extra escolares en los vibrantes patios de los colegios. Hemos reducido la movilidad entre gentes y pueblos, hemos perdido gran parte de la individualidad que genera el encuentro. Siguen ausentes los cánticos en las gradas animando las citas deportivas. Y siguen aplazados esos viajes de viernes y de sábados, esa ensoñación necesitada que sigue a la semana de trabajo, motor que da vida al rigor del mercado. Nuestros jóvenes se acercan a un mundo laboral también de mascarilla salvavidas, con preocupación, recelo y un poco de cansancio. Alguien les habla de un gran espacio abierto allí donde su temprana experiencia solo les ha enseñado a ver este elevado y enorme páramo de escasez, unida a la más pedregosa desigualdad de las oportunidades.