ba a escribir sobre lo de ayer. No la explosión en Madrid, ni las zonas rojas por los contagios ni los avisos amarillos por vientos hipohuracanados. Iba a escribir sobre Joe Biden, que siendo incontestablemente mejor opción que la zanahoria satánica no va a tener fácil las tareas de reducir la grieta social, racial y sanitaria de su país, modificar la política medioambiental negacionista de su predecesor y perfilar con acierto su política exterior, que al final es la política de todos los que vivimos en este planeta. La empatía natural, la cercanía y esa proverbial capacidad de entablar conversación hasta con un poste de la luz, como aseguraban sus compañeros de colegio, sin duda contribuirán a engrasar relaciones con los republicanos a la hora de llegar a acuerdos, pero le va a costar. A Kamala Harris le quedará una buena pila de asuntos pendientes sobre la mesa cuando tome un relevo que se da por hecho. Pero no voy a escribir sobre esto. Porque ayer me ocurrió algo que cambió el signo del día. Me ganó el instante decisivo. Como a Cartier-Bresson pero peor. Fue tras un desayuno con una amiga. Como después tenía dentista y el hombre también merece condiciones dignas en su trabajo me dirigí al baño de la cafetería a eliminar restos de croissant. Empecé a frotarme los dientes con uno de esos dentífricos talla mini que te esperan como trampas junto a la caja de la droguería cuando note que la pasta rosa de sabor nada familiar comenzaba a solidificarse. Cada vez me costaba más desplazar el cepillo de arriba a abajo y aquello iba cobrando la textura del cemento rápido. Mi lengua ya no resbalaba sobre los dientes, tropezaba en terreno pedregoso. Pensé que había comprado la pasta ya caducada y la tiré a la papelera mientras seguía frotando con rabia. La masa rosa rellenó y alisó todos los huecos entre los dientes. Ya sólo quedaba pintar y poner los muebles. Preocupada, metí la mano a la papelera. Kukident. Adhesivo dental. Dios mío. Froté como una loca. Con el cepillo, con el borde de la cucharilla del café, con una bola de servilleta bien apretada. Lo conseguí. El dentista no notó nada. Y entre explosiones, contagios y alertas, compartirlo con dos personas llorando de risa fue el instante decisivo, el mejor momento del día.