a sociedad se ha polarizado de forma notable y preocupante en los últimos años. Sin duda, los intereses partidistas, las mentiras y las descalificaciones que se utilizan irresponsablemente y sin ningún pudor están produciendo un grado de crispación social asfixiante que no solo es un grave desatino, sino que representa un serio peligro para la cohesión social e incluso para la democracia. El desacuerdo en relación a cuestiones tan importantes como la lucha contra la pandemia, la inmigración, el desempleo, la educación, la sanidad o la reactivación económica denotan un grado de disparidad política que no resulta creíble, pues no son tantas las alternativas reales existentes. El enfrentamiento extremo entre partidos políticos no hace más que generar mayores dificultades para lograr los consensos necesarios entre sensibilidades diferentes en aras de solucionar los problemas de la ciudadanía y para acometer las reformas profundas que permitan que la sociedad avance. Una polarización extrema, como la actual, dificulta, o incluso anula, la posibilidad de alcanzar los acuerdos imprescindibles que la ciudadanía reclama. Llegar a acuerdos puntuales, presupuestarios o incluso de gobierno entre dispares no es una aberración, como algunos pretenden, pues forma parte ineludible del juego democrático. Probablemente lo que sí puede resultar monstruoso en democracia es aferrarse a la afinidad, a la uniformidad y a la pureza ideológica como condición sine qua non de un acuerdo, demonizando a los adversarios con pueriles y absurdos epítetos.

No creemos monstruos, pues una vez creados se puede perder el control sobre nuestra propia creación y volverse contra nosotros mismos. Según narran los praguenses, el rabino Löw creó un hombre artificial para que protegiera a los judíos de las atroces masacres que se organizaban contra ellos. El rabino escogió a sus tres discípulos más avezados y a medianoche los llevó hasta el río Moldava. Una vez allí, en un meandro del río, con el barro de la orilla moldearon una figura. En la cabeza, bien apretada contra el tronco y sin apenas cuello, le pusieron ojos, boca, nariz y orejas. Finalmente el cuerpo se secó y la superficie de la piel adquirió un color terroso. Tras un breve ritual, el homúnculo, al que llamó Golem, comenzó a respirar y se puso en pie. Era un gigante con unos brazos muy fuertes y unas piernas poderosas. Aquel homúnculo era tan intimidatorio que el acoso contra los judíos cesó. Sin embargo, la misteriosa creación se desvió del fin para el que había sido creada. Una noche, el Golem, con una fuerza desbocada y desorientada, salió a la calle y comenzó a sembrar la destrucción. Derribaba todo lo que encontraba a su paso: árboles y calles enteras. No dejó piedra sobre piedra. Por todas partes se podían escuchar los gritos y el llanto de la gente, que huía atemorizada. El rabino Löw, viendo que su criatura, lejos de ser necesaria, se había convertido en un monstruo peligroso, le tranquilizó y le durmió para siempre. Acertada decisión esta última, de la que deberíamos aprender.

La actual deriva política, nutrida del insulto, de la descalificación y de la falsedad, está crispando peligrosamente a la sociedad, enfrentando a unos contra otros e incluso suscitando anhelos golpistas. Es muy preocupante la irrupción y progresión en el escenario sociopolítico de la ultraderecha de grupos neonazis y de colectivos negacionistas, así como la proliferación de periódicos que ofrecen informaciones falsas y unas redes sociales saturadas de fake news. Y, para colmo de males, el uso inapropiado y devaluado del lenguaje lo está vaciando de su verdadero significado, confundiendo a la ciudadanía que opta por su acepción más radical. La actual dialéctica entre la derecha y la izquierda, aunque lógicamente responde a premisas y enfoques diferentes de la gestión pública, ha alcanzado un grado de radicalidad tal que está ocasionando peligrosos desencuentros y tensiones innecesarias que impiden la posibilidad de llegar a acuerdos que son muchas veces necesarios. El enfrentamiento extremo y las sobredimensionadas discrepancias entre diferentes no solo son histriónicas e incomprensibles, sino que además representan un serio obstáculo para la concordia que la actual sociedad demanda. Enrocarse obstinadamente en los intereses partidistas y en las expectativas electorales por encima de cualquier otra consideración, negando así la posibilidad del consenso que pudiera derivarse del diálogo y la negociación, no solo es anacrónico, sino inmoral. Es necesario que se despejen los prejuicios y los recelos en la medida en que se vislumbren las grandes ventajas de un acuerdo respecto a los graves inconvenientes de un radical disenso. La búsqueda incesante del consenso para acabar con la pobreza, el desempleo, el empleo precario, la desigualdad entre hombres y mujeres o las pensiones indignas debe ser el nuevo paradigma que presida el nuevo siglo. En definitiva, urge sustituir la polarización sociopolítica por la posibilidad de que cualquier entendimiento democrático entre diferentes debe ser tenido en consideración.

El autor es médico-psiquiatra y presidente del PSN-PSOE