En torno a su fiesta del 23 de abril, el libro toma las calles y consigue un inusitado protagonismo en los medios de comunicación. Después de leer y escuchar tantas reflexiones sobre las bondades de la lectura y los retos de un sector siempre en crisis, me quedo con las palabras de Emilio Lledó en Los libros y la libertad. "El libro -señala el filósofo- es un recipiente donde reposa el tiempo; una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron a esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia del vivir hacia la nada del olvido".

Esa trampa data del siglo XV y lleva el nombre de Gutenberg, el inventor de la imprenta. Hasta entonces, solo la tradición oral y las copias manuscritas podían salvar del olvido la experiencia del vivir. Seis siglos después, visitar una biblioteca o entrar en una librería supone acceder a un apasionante mundo lleno de testimonios interesantes (y no tanto), vivencias, viajes, aventuras y reflexiones de tantos hombres y mujeres que dejaron huella escrita de su paso por este mundo.

Dicen que la pandemia ha potenciado la afición a leer, que ha creado nuevos lectores dispuestos a celebrar todo el año el día del libro. Desde luego, durante estos oscuros meses la lectura se ha mostrado como una atractiva manera de pasar el tiempo; de aliviar el confinamiento y romper los cierres perimetrales viajando a través del tiempo y el espacio, apartando así del pensamiento el dichoso virus. Un ejemplo ese del efecto terapéutico de la lectura, ya que "los libros y la lectura, las palabras, -dice Irene Vallejo- son parte de la salud del mundo, junto con la medicina y la ciencia".

Eficaz vacuna contra la ignorancia y el fanatismo, el libro es una llamada al diálogo y a la libertad de pensar. "Por eso, también fueron tachados, prohibidos, quemados por los profesionales de la ignorancia y la mentira", subraya Lledó.

Los libros que guardamos en casa y la relación de los que tomamos prestados hablan claramente de nosotros: de nuestros gustos, preocupaciones, intereses y aficiones. Y cuando el número de volúmenes crece desmesuradamente, tanto los gestores de las bibliotecas como los particulares nos enfrentamos a la dura prueba del expurgo. Todavía nos cuesta mucho desprendernos de libros, prueba de su condición casi sagrada.

Aunque al hablar del libro se piensa sobre todo en autores y lectores, en el sector trabaja un nutrido grupo de profesionales imprescindible dedicado a la venta, distribución, promoción, traducción, ilustración, maquetación e impresión del producto. Sin olvidar, por supuesto, al personal de las bibliotecas, un servicio público que en Navarra acaba de cumplir setenta años.

Con motivo del aniversario, el Gobierno de Navarra ha publicado La biblioteca pública en primer plano: conversaciones con bibliotecarias y bibliotecarios. Además de servir como pequeño homenaje a varios profesionales de dilatada trayectoria en la red de bibliotecas, la publicación de Jesús Arana y Clara Flamarique muestra la evolución de este servicio cultural.

Un servicio desempeñado muy mayoritariamente por mujeres, que iniciaron la expansión de la red de bibliotecas apañando cualquier espacio y realizando un trabajo voluntario. Lo más, con una gratificación del ayuntamiento a fin de año, "como al campanero del pueblo", en palabras de Juana Iturralde. A partir de ahí comenzaron los contratos por unas pocas horas, la formación y el objetivo de adaptar la biblioteca a las exigencias de cada momento, tan cambiantes.

Y es que las bibliotecas fueron durante mucho tiempo meras salas de estudio. En épocas de exámenes, ¿quién no recuerda las colas a la puerta de la biblioteca de San Francisco de Pamplona para pillar sitio? Los usuarios las han utilizado como espacio para la lectura, la consulta y el préstamo, primero de libros y luego también de música, películas y publicaciones electrónicas. Sin olvidar los grupos de lectura y otro tipo de actividades culturales que se organizan en las mismas.

Curiosamente, nuestras bibliotecas también han realizado labores más propias de los servicios sociales. Como recuerda María Ángeles Colomo en el citado libro, han sido refugio de inmigrantes que acudían allí para usar el ordenador y escribir a su familia, en una época sin móviles ni internet generalizado. Las bibliotecarias les ayudaban frecuentemente en el manejo de las máquinas y en la comunicación con sus allegados.

Al igual que las librerías durante estos días, las bibliotecas también suelen sacar los libros a la calle para acercar su servicio a quienes no las visitan. En verano, ofreciendo lectura en la piscina, llevando libros a hospitales e incluso repartiéndolos por los hogares a las personas mayores.

La gestión de bibliotecas no está exenta de sombras, por supuesto. Una de ellas, en mi opinión, haber desplazado del centro de Pamplona la biblioteca general, llevándola al límite de Barañáin. A la inversión se destinaron 30 millones mientras, paradójicamente, apenas había dinero para la compra de libros. Otra deficiencia, la escasa oferta de publicaciones en euskera que en los últimos años se ha corregido.

El Gobierno de Navarra gastó el año pasado 5,3 millones en la red de bibliotecas, lo que supone el 0,12 por ciento de su presupuesto, y destinó 460.000 euros a la compra de fondos bibliográficos. En su modestia, estoy convencido de que se trata de una inversión estratégica que merece la pena cuidar. Y es que, seguramente, aumentar el número de personas que celebran todos los días la fiesta de la lectura nos hará una sociedad mejor.