Hoy día, la idea del derecho al ocio crece sin cesar, hasta el punto de que la llamada "civilización" del mismo nombre no parece algo irrealizable en un futuro "mundo feliz". Pero esa palabra no siempre ha gozado de una ponderación tan digna. En épocas pasadas solo significaba el tiempo de descanso y diversión, concedido como merced, a gente de bajo rango, por los poderes públicos. Así sucedía en la antigua Roma durante el periodo de "Pan y juegos de circo": síntesis de las aspiraciones plebeyas, para las cuales ese alimento esencial y los espectáculos circenses colmaban todos sus deseos. Los eventos del Coliseo y Circo Máximo, según cuenta Indro Montanelli en su obra Historia de Roma: "se daban a conocer en carteles como los que hoy anuncian películas americanas. Se discutían en el triclinium o lecho de mesa en que los romanos se reclinaban para comer, y constituían el tema del día en la escuela y las termas. En esas fechas de competición, más de ciento cincuenta mil personas presenciaban las carreras de carruajes conducidas por esclavos. Pero los entretenimientos más esperados eran las luchas de gladiadores entre animales, animal y hombre o entre hombres". Para la mayor parte de asistentes, los combates tenían un valor educativo, por elevar a grado sumo la resistencia al dolor y la imperturbabilidad mental de saber perder, por deporte y sacrificio, lo más sagrado que es la vida. De manera análoga, también hoy tienen lugar masivas concentraciones lúdicas, como los toros y el fútbol, propugnadas de forma institucional, a modo de bálsamo reductor, para amainar conciencias críticas contra la autoridad. De ahí que, si se comparan las imprecaciones de la plebe romana que espantaban a los atónitos caballos en pista, el griterío hostil de sol o andanada, el lanzamiento de botellines y otros efectos hacia el saque de esquina, las diferencias de grado o por fuerza desaparecen, al ser tres veces la misma acción.