Tales comparativos latinos, con significado de “más alto, más rápido, más fuerte”, constituyen el lema universal de los Juegos denominados olímpicos. Por mi parte, los he disfrutado de lleno, visionando las imágenes más atractivas y releyendo la deliciosa Historia de los griegos, de Indro Montanelli, que instruye y divierte al mismo tiempo, por su viva y poco academicista manera de relatar los hechos: “Los juegos helénicos eran la gran fiesta nacional en que las principales ciudades suspendían sus luchas intestinas para competir, a través del deporte, en Olimpia, ciudad sagrada de Zeus y sede de un gran estadio donde cuarenta mil espectadores aplazaban sus diferencias atávicas por unos días: el programa se iniciaba al amanecer con un cortejo de delegados de las polis contendientes, que aparecían por uno de los vomitorios, daban la vuelta a la pista y se sentaban en la tribuna central, al socaire del griterío ensordecedor de la hinchada”. Entre las competiciones, causa extrañeza la ausencia del maratón, cuyo origen es la derrota del ejército persa por Milcíades, que envió al soldado Filípides a Atenas con la noticia y, nada más darla, cayó muerto de fatiga. De ahí el nombre de esta carrera de 42 km, que es la distancia desde la ciudad del mismo nombre hasta la capital. De cualquier manera, la Grecia clásica nos ha legado la impronta de fomentar el espíritu lúdico en la vida social y en las relaciones internacionales; otra prueba más de que ha sido la base de la civilización occidental por haber revalorizado la competición deportiva en menoscabo de la rivalidad bélica.A esto mismo parece referirse Montanelli cuando cita la sentencia del historiador inglés Henry Maine: “Somos colonos de Grecia porque, salvo las ciegas fuerzas de la naturaleza, todo lo que en la vida de la humanidad evoluciona es de origen griego”.