asa del talo y alaba la pita. Adora el humus -¡love it!- y odia los garbanzos. Detesta lo local y sin percatarse a sí mismo, pues digo yo que todo quisque es de algún sitio. El lanzamiento de azadón le parece paleolítico, y el de martillo en cambio muy olímpico. Se burla con aire ilustrado de quien levanta piedras, aunque él mismo apriete el culo alzando hierro. Menosprecia las fiestas populares pues en ellas no se hace sino comer y beber, a diferencia de esos saraos urbanos donde solo se bebe: menuda ventaja. Aborrece a la peña cantando al unísono en las verbenas, tal vez porque en los festivales se susurra en soledad y en estéreo. En un after de Malasaña solventan asuntos filosóficos por lo visto ausentes en las dianas de Sangüesa.

Desdeña al prójimo cuando lo ve en el baile de la era, y sin embargo aplaude cualquier pirueta masái. Lo emocionan los balbuceos del último hablante amazónico, pero no le cite nadie el dialecto roncalés, sombra de melancolía. Si el vecino coloca un eguzki lore sobre la puerta de casa estará hecho un folclorista supersticioso, no un ciudadano de mundo con el salón protegido por sándalos y mandalas. Ama Lur apenas debe tener relación con la Pachamama, pues está claro que madre enrollada solo hay una: la indígena quechua. Un lauburu al cuello es detalle terruñero; un colgante mongol, símbolo universal. Y no se le ocurra a usted tatuarse una sentencia vasca en el antebrazo, pues lo tachará de chovinista. Tatúese un haiku chií en el ciruelo, y lo suyo será amplitud de miras. Hoy, Día del Euskara, el cosmopaleto se reirá mucho de usted. Y de sí mismo sin enterarse.