e termina el año y, según lo han anunciado, se van nuestros obispos. Quizá casi a la par los dos, si bien en distintas direcciones. Aunque estamos en campaña sinodal que -nos insisten- significa caminar juntos, en este tema episcopal no invitan, ni siquiera permiten hacerlo. En esto, ni juntos ni revueltos.

Y puesto que este tema, a pesar de su actualidad e importancia -el cómo se eligen y se cambian los obispos o, también, cómo han desempeñado su función-, no está en el listado propuesto para el diálogo sinodal, nos ha parecido bien lanzarlo al ruedo de la opinión. Dicen que el papa insiste en saber lo que nos gusta, o no seduce tanto, de nuestra Iglesia, qué nos anima en ella y qué no. Además, ¿no parece maleducado decir adiós a quienes dirigieron ésta durante largos años, sin una mención a su labor, como si nada hubiera pasado? Porque, si nos fijamos un poco, su presencia no ha sido insignificante. Ha tenido consecuencias.

Por eso sugerimos, al menos a los cristianos de la Iglesia navarra, pero también a todo el que se anime, a decir unas palabras sobre quienes se van y acaso también sobre quienes debieran venir. Siquiera sobre lo que nos vendría bien o necesitamos ahora. Nos piden opinión, pues démosla. Como no se trata aquí de hacer una descripción acabada y minuciosa, digamos, por iniciar el diálogo, algunas cualidades que, a nuestro entender, han adornado a estos obispos en cese. Claro que cada uno de ellos tiene sus peculiaridades, pero han trabajado en tándem.

Nuestros obispos han pertenecido aún a esa generación de guías sobre los cuales el pueblo cristiano solo pudo opinar con su silencio. Lo acaba de decir el obispo de San Sebastián, otro que ahora se va: recibid con confianza a vuestro nuevo pastor. Todavía estamos en esas. La libertad eclesial en estos temas se reduce al acatamiento. Ahora bien, que nuestros obispos nos fueran regalados bajo el señorío del poderoso cardenal Rouco suponemos que no resultó inocente. Tampoco que parecieran estar en nuestra Iglesia navarra con la convicción de reconducir el paso del último Concilio; una manera benévola de decir lo de alto y marcha atrás. En todo caso, de entrada, parecieron amigables después de sobrellevar el mando de su enérgico predecesor.

Es cierto que muchos fieles tradicionales se han sentido abrazados y acogidos por unos pastores para quienes todas las prácticas más antiguas son estupendas. Si estuviéramos de acuerdo en que la mejor tradición cristiana está en el lindero de la inmovilidad, su ejercicio ha sido notable. Un ejemplo: en una decisión más que destacada, decidieron, desde hace mucho, prescindir en la Diócesis del instrumento imprescindible para el diálogo y la decisión colegiados: el Consejo de Pastoral. Así que regimos esta Iglesia bajo la invocación del Espíritu, que está a su lado, no por el sentir de sacerdotes o fieles. La desmovilización diocesana y consiguiente inmovilidad que han conseguido con ello, en opinión de muchos, se acerca notablemente a la del rigor mortis.

Se ha tratado de preparar, y sobre todo importar, sacerdotes que manden en su grey particular y, por supuesto, obedezcan a sus pastores episcopales. Sujetar la cadena de mando, no en vano venimos del ejército. Por tanto, se han preconizado unidades pastorales que serán más bien ilusorias, puesto que se trata en realidad de que cada párroco replique, en su redil, la misma soberanía absoluta que los obispos ejercen en la Diócesis. En cualquiera de estas decisiones, como puede observarse, los fieles han brillado solo por su ausencia. Ejemplo magistral de todo esto fue lo ocurrido con la crisis del movimiento scout. Cuando los jóvenes insistieron en su condición asamblearia, se los redujo. En el asunto de las inmatriculaciones pasó algo semejante; se hizo bien o mal, pero siempre sin consulta. El que nuestros pastores no hayan sido de dar golpes sobre la mesa ni sobre nadie, que más bien hayan ido esquivando en todo lo posible algunos temas candentes, no significa que no tuvieran pulso firme en una mano derecha que -por decirlo en estrictos términos evangélicos- nunca ha sabido siquiera que exista la izquierda. Su tendencia ha sido siempre evidente y cuidadosa.

Como es natural, a resultas de ese proceder, mucho menos abrazados se han sentido quienes dentro de la Diócesis pretendían que la condición de pueblo, de asamblea cristiana, se fuera poniendo de manifiesto, siquiera en algunos aspectos. Pese a la disminución de sacerdotes, ya se dijo cómo se intenta paliarla. El consiguiente desaliento y la atomización del clero diocesano salta a la vista. A la par de eso, el ascenso de los laicos cristianos al ejercicio sacramental, litúrgico y formativo no está siendo precisamente audaz. En definitiva, se han dictado medidas, en general no drásticas pero tenaces, para desalentar la participación eclesial de laicos o sacerdotes que busquen asambleas creyentes más abiertas, participativas y permeables a los nuevos retos de nuestra sociedad.

No debemos extendernos mucho más, aunque haya tema para rato. Entendemos que cada quien puede dar solo lo que tiene. Por tanto, la responsabilidad de colocar obispos inconsultos corresponde en exclusiva a su elector. En nuestro caso, hubiéramos agradecido una guía diocesana que creyera de verdad en su gente, sacerdotes o laicos, no solo como pacientes fieles sino como agentes de una vida creyente actual. Pensamos que les ha faltado esa confianza en nosotros. Entendemos la dificultad de ser pastor de todos. Sin embargo, hubiera sido bueno intentarlo con más sinceridad y convicción.

En todo caso, por sus buenos afanes y actuaciones, gracias a nuestros obispos que culminan su labor. El deseo de que el próximo sea el último que venga sin una consulta elemental a la comunidad cristiana navarra. La Iglesia la formamos todos nosotros. Los obispos reciben el ministerio del servicio, animación y dirección de una comunidad que necesita ser tenida en cuenta si no se quiere que el desaliento y la deserción se extiendan todavía más. Queremos celebrar la esperanza de este Adviento en una nueva fase más sinodal de la Iglesia navarra.

Firman este artículo: Juan José Juanmartiñena Adaba, Mª Paz Zazo Ayensa, José Javier Lizaur Aliaga, Laura Aldave Lapiecha, José Ignacio Pedrosa Garate, Pilar Seguín García, Miguel Ángel Iturain Beltrán, y otras 45 firmas más